Don Pedro, el Plátano y la Ceniza Caliente
Por Wilson León Blanchar.
En el corregimiento de Arroyo Arena, un rincón escondido de la Fénix del Caribe, donde la brisa del mar llega con cuentos nuevos y las parrandas duran hasta que el gallo pierde la voz, vivía Don Pedro, un hombre de andar tambaleante y palabra gruesa, de esos que creen que el mundo gira al ritmo de su antojo… hasta que se topan con una mujer como Isidora.
Aquella noche, la luna estaba tan llena que parecía haberse tragado todas las estrellas. La brisa nocturna barría las calles de arena, y en la distancia se escuchaba el eco de un acordeón que le lloraba a una pena antigua. Don Pedro, con el alma marinada en ron y los pasos tropezando con su sombra, llegó a su casa a la una de la madrugada.
—¡Isidora, sírveme la comida! —gritó, tambaleándose contra la puerta como si quisiera empujarla con la barriga.
Isidora, mujer de temple pero de corazón paciente, se levantó sin rechistar. Sabía que las noches de parranda de Don Pedro terminaban siempre en lo mismo: con él dándole órdenes como si estuviera en un festín real y ella siendo la cocinera, la mesera y la santa mártir de su calvario etílico.
Le sirvió su plato: carne asada, arroz, plátano cocido y leche cojosa. Todo bien presentado, aunque con la resignación de quien ha repetido la escena tantas veces que ya la podría actuar con los ojos cerrados.
Pero Don Pedro, en su infinita embriaguez y con el paladar de un rey caprichoso, miró el plátano con desprecio y exclamó:
—¡Ese plátano no me lo voy a comer! ¡Prefiero que me lo hagas pasado en ceniza caliente!
Isidora lo miró fijamente, con los ojos entrecerrados, como si estuviera sopesando entre obedecer o agarrar el caldero y ponérselo de sombrero. La brisa se detuvo. Un grillo cantó su última nota y huyó, como presintiendo la tormenta.
—Pedro, prefiero mejor pelear contigo, nojoda.
Y ahí se hizo el silencio. Uno tan pesado como si hasta los espíritus de los abuelos hubieran contenido la respiración. Don Pedro, que de bravo tenía solo el trago que se echaba, sintió el peso de esas palabras como un trueno en el pecho.
Lo pensó mejor. Se imaginó la pelea: los platos volando, la chancleta cobrando venganza, el hambre apretándole el estómago… y como hombre sabio (o mejor dicho, como hombre acorralado) hizo lo que cualquier sensato haría en su lugar.
Agachó la cabeza, agarró el plátano con resignación y empezó a comer en silencio.
Isidora, con media sonrisa de victoria, se cruzó de brazos y lo vio masticar como quien ha ganado una batalla sin disparar una sola bala.
Al día siguiente, en la tienda de Don Casimiro, se contaba la historia entre carcajadas:
—¡Imagínate tú! Anoche Don Pedro peleó con Isidora… ¡y perdió contra un plátano!
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