El Acordeón Llorón y la Maldición del Bluceo

 

hoyennoticia.com

Por: Wilson Rafael León Blanchar.


En Fonseca, donde el aire caliente del Ranchería se enreda con el olor a chivo guisado y café cerrero, vivió Tabaquito. Un hombre errante, de risa fácil y dedos ligeros sobre el acordeón, conocido por su manera de tocar el son vallenato. Pero lo que lo hacía leyenda no era solo su talento, sino que su acordeón no tocaba… sino que lloraba.


—¡Ese cristiano blucea como si tuviera una pena metida entre los fuelles! —murmuraban los viejos en la plaza, mientras meneaban la cabeza con respeto y un poquito de susto.


Y no era para menos. Cuando Tabaquito tocaba, el sonido tenía un quejido distinto, una vaina como de alma en pena, como si cada nota arrastrara la nostalgia de otro mundo. El secreto estaba en la nota blues, esa que hacía que el vallenato no solo se oyera, sino que se sintiera hasta en los huesos.


El Secreto del Bluceo


Una noche de parranda en la casa de Luis Pitre, entre cuentos largos y tragos cortos, Luis, con su tono pausado y sus ojos que parecían ver más allá de la música, lo miró fijo y le dijo:


—Si quereí que tu acordeón blucee pa' siempre, hay un truco… pero cuidado, que lo que se aprende a tocar con el alma, también puede aprender a tocarte a tí.


Tabaquito, con más ansias de música que de reflexión, aceptó sin preguntar nada. Desde esa noche, su acordeón no volvió a ser el mismo. No importaba qué canción tocara, siempre salía con ese arrastre de pena sabrosa, ese sonido que ponía a los parranderos a beber en silencio y a las mujeres a mirarlo con ojos de fuego.


Los viejos meneaban la cabeza, los parranderos sacaban la plata, y hasta los perros se sentaban a escucharlo. En Fonseca no se hablaba de otra cosa.


El Día que el Bluceo se Rebeló


Pero la música, como la vida, cobra su precio.


Una noche en El Viejo Bohío, cuando Tabaquito arrancó un son, el acordeón se quedó pegado en una nota larga, un lamento eterno.


—¡Carajo, qué vaina es esta! —gritó, apretando los botones con desesperación.


Pero el sonido seguía… un gemido largo, profundo, como de ánima en pena. La gente se puso de pie en seco, las luces titilaron, los perros aullaron y hasta el ron se calentó en los vasos.


Alguien gritó:


—¡Busquen a Manuel Daní!


El curandero, un hombre de rostro curtido y pañuelo al cuello, llegó con su paso calmado. Miró el acordeón sin tocarlo y sentenció:


—Ese bluceo no era gratis… Ahora el acordeón quiere su pago. La única manera de soltar esa alma es con una promesa.


Tabaquito, con el miedo metido en los huesos, se fue hasta la iglesia de San Agustín, tocó un son sin bluceo y prometió no volver a jugar con lo que no entendía.


Desde ese día, su acordeón sonó como cualquier otro… pero había perdido el alma, el quejido, la magia que hacía estremecer a los parranderos.


Y la gente en Fonseca, cuando lo escuchaba, meneaba la cabeza y decía:


—Ese bluceo no era de este mundo… ¡Tabaquito, volvé a hacer el trato, que sin ese sonido, el vallenato quedó huérfano!


Así nació la leyenda del Acordeón Llorón de Fonseca, el único que supo lo que era el bluceo perfecto… y lo perdió por miedo.


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