El hombre que se volvió escobilla
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Por Wilson León Blanchar
A Conejo, en el municipio de Fonseca, La Guajira, llegó un hombre que desde el primer día llamó la atención: Pello Obrián. Alto, fornido y de piel oscura reluciente como madera de guayacán, tenía una sonrisa amplia que dejaba ver su dentadura blanca como el marfil. Llegó buscando trabajo, con el machete bien afilado y la determinación de ganarse la vida con sus manos. No pasó mucho tiempo antes de que encontrara un buen jornal en la finca de Yayo Gómez, un hombre de carácter fuerte y con fama de ser buen patrón.
Pello era un trabajador incansable, de esos que madrugan antes que el sol y no le temen al calor ni al monte. Su destreza con el machete, su fuerza para levantar cargas y su astucia en los oficios lo hicieron ganarse un puesto en la finca. Pero si algo lo hacía destacar, además de su habilidad en el campo, era su don de gente. Tenía un verbo que encantaba y una risa que desarmaba hasta al más serio, y eso, tarde o temprano, lo metió en problemas.
Pello y sus enredos
En el pueblo, las historias corrían rápido y los rumores aún más. Las mujeres de Conejo pronto se fijaron en el forastero, y Pello, con su carisma natural, no se quedaba atrás. Más de un corazón se aceleró por él, y con ello, más de un hombre frunció el ceño. No faltaron las miradas de advertencia, los comentarios a media voz y las discusiones acaloradas en el billar.
Yayo Gómez, aunque apreciaba a Pello por su trabajo, también le advirtió:
—Negro, aquí se viene a trabajar, no a revolver avisperos.
Pero el destino tiene su propio juego, y un día Pello se metió con la mujer equivocada.
La búsqueda de Pello
La noticia llegó a oídos del comandante Pedregal, un hombre de carácter inflexible, de esos que no necesitaban muchas razones para actuar. Se decía que su temperamento era seco como el verano en La Guajira y que cuando daba una orden, era mejor obedecerla sin preguntar.
—Caballeros, este hombre ha causado más problemas de los que debería. No me importa dónde esté escondido, pero lo quiero encontrar. ¡Búsquenlo!
Los policías llegaron a la finca de Yayo Gómez con machetes y linternas, peinaron el terreno, revisaron establos, levantaron cobertizos y buscaron hasta en los rincones más inverosímiles. Pero de Pello, ni rastro.
—Aquí tiene que estar —murmuró un policía, rascándose la cabeza—. No puede haberse esfumado.
Pero sí. Se había esfumado. O mejor dicho, se había convertido en escobilla.
La que vio lo que nadie vio
Solo Rita ‘la loca’, la mujer que vivía en la casa vieja cerca del jagüey, lo vio todo.
Rita mascaba ají con calma mientras los policías pasaban cerca de la mata de escobilla donde Pello había susurrado las palabras que su abuelo le enseñó. Palabras que hacían que su cuerpo se fundiera con la naturaleza.
Cuando Pedregal pasó al frente de la mata de escobilla, Rita señaló con insistencia.
—¡Miren bien, ahí está, ahí está!
Pero nadie le hizo caso. ¿Desde cuándo se escucha a una loca?
—Corten esa escobilla —ordenó el comandante con voz firme.
Y ahí sí Rita levantó la voz con angustia.
—¡Lo van a lastimar, nojoda! ¡Tengan cuidado!
Pero los machetes ya hacían su trabajo. Las hojas caían, la tierra se sacudía, el monte crujía como si tuviera vida.
Cuando terminaron, no encontraron nada. Solo el viento soplando entre las ramas y un silencio denso que dejó a todos inquietos.
El comandante miró alrededor con calma.
—Si está aquí, ya lo encontraremos. El monte no guarda secretos para siempre.
Con eso, ordenó la retirada y se marchó con su gente.
Pello y la escobilla
Esa noche, cuando todo quedó en calma y Rita seguía mascando su ají en la orilla del camino, la escobilla empezó a moverse sola.
Y de entre la maleza salió Pello Obrián, sacudiéndose el polvo como si nada, con una sonrisa tranquila y los dientes blanqueando la noche.
Se paró frente a Rita y, con la serenidad de quien ya conoce los misterios del monte, le dijo:
—La sabiduría y la locura se tocan, Rita. Me salvaste, nojoda.
Rita sonrió, escupió la pepa del ají y le lanzó una mirada que solo los espíritus entienden.
Desde entonces, cuando alguien preguntaba por Pello en Conejo, la gente solo decía, en voz baja y con respeto:
—Ese Pello no se esconde, ese se vuelve monte.
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