Los Zapatos Bailadores

 

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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


En la Fénix del Caribe, cuando el carnaval se apoderaba de sus calles, el tiempo parecía detenerse. La música invadía cada rincón, los cuerpos se rendían al compás del porro y la cumbia, y hasta las casas parecían inclinarse un poco al ritmo de la fiesta. En el Barrio Arriba, todo el mundo bailaba, quisiera o no.


Pero había quienes preferían mantenerse al margen del frenesí. Un profesor del colegio La Divina Pastora, hombre de costumbres ordenadas y buen gusto para el vestir, había adquirido un par de zapatos Frozen, italianos, de impecable cuero negro y suela firme, con la firme intención de estrenarlos después del carnaval.


 Para evitar cualquier tentación de usarlos en medio del desenfreno festivo, decidió viajar a Fonseca, su ciudad natal, y regresar cuando la algarabía hubiese amainado.


Al volver a la Fénix del Caribe, ya con la tranquilidad de haber esquivado el desorden, fue directo a su habitación a buscar sus Frozen. Se los calzó con la emoción de quien estrena algo fino… pero de inmediato notó que algo andaba mal.


Los zapatos estaban más anchos, como si hubieran sido domados por alguien con pies inquietos. Al caminar, no sentía la firmeza del cuero nuevo, sino una extraña sensación de inestabilidad. Se agachó, inspeccionó la suela… y ahí estaba el golpe de realidad: ¡los Frozen estaban desgastados! Como si hubieran recorrido más pista de baile que un grupo folclórico en gira internacional.


Sospechando que algo turbio había ocurrido, llegó al colegio y entró a la sala de profesores. Allí estaban Ismael Toncel, Efraín Curiel, Juaquin Curiel, Marcos Pedraza, José Víctor Bonivento, Julio Vázquez, Jaime Fonseca, Alfredo Marulanda, Leonte Pérez, Luis Peñaranda y Alfredo Conrado, todos sumidos en una conversación animada. Pero apenas lo vieron, un silencio cómplice cayó sobre ellos.


Fue Efraín Curiel quien no pudo contenerse y soltó la primera carcajada.


—¿Cómo van los Frozen, compañero?


El dueño de los zapatos cruzó los brazos y dejó caer la sentencia:


—Siento que quieren seguir bailando solos…


La sala entera se vino abajo en risas. Alfredo Conrado se llevó las manos a la cabeza, Luis Peñaranda casi deja caer el café, y Leonte Pérez golpeó la mesa con fuerza.


—¡Claro que quieren seguir bailando! —exclamó Julio Vázquez—. ¡Si Eduardo Ñáñez los metió en más comparsas que a un rey momo!


La revelación llegó como un tamborazo en plena cumbia. En su ausencia, Eduardo Ñáñez había encontrado los zapatos y decidió que un par de Frozen italianos no podía desperdiciarse. Así que se los calzó y salió a conquistar el carnaval. Bailó en todas las casetas, brincó en comparsas, se lanzó a concursos de cumbia y, según contaban los testigos, hasta lo grabaron en video en plena Plaza Padilla, zapateando como si la vida dependiera de ello.


—¿Y cómo terminó la historia? —preguntó alguien entre carcajadas.


—Ganó un concurso de mejor bailarín… ¡con zapatos prestados! —remató Alfredo Conrado.


Desde ese día, cada vez que Eduardo Ñáñez pasaba cerca de la sala de profesores, alguien le gritaba:


—¡Eduardo, los Frozen piden pista otra vez!


Y lo más curioso: cuando el verdadero dueño intentaba caminar con ellos, sentía que los zapatos querían seguir bailando, como si en su suela aún retumbara el eco de los tambores.


Porque en la Fénix del Caribe, hasta los zapatos tienen alma de carnaval.

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