Eco Cósmico
Por Wilson Rafael León Blanchar
En una noche tropical, donde la brisa del Caribe se mezclaba con el murmullo del mar, el presbítero Luis Carlos Oñate, Enrique Marulanda—con su voz fina y cadenciosa digna de un trovador costeño—y Efraín, el eterno "El de la Lata", se reunieron en el patio de una iglesia que parecía haber sido olvidada por el tiempo y abrazada por la magia de la noche.
—¿Se han percatado de que cada paso que damos se transforma en verso? —dijo Enrique, soltando una risa que recordaba a las olas rompiendo en la orilla, mientras dejaba caer sus palabras como caracoles al viento.
Luis Carlos, con la tranquilidad de un sabio que ha visto amaneceres pintados de acuarelas, respondió con tono meditativo:
—Amigos, es como si el universo susurrara secretos en un idioma que solo los corazones valientes y despiertos pueden descifrar.
Efraín, apoyado en una lata vieja adornada con garabatos y recuerdos, levantó su cuchillo como si fuera una pluma mágica y, con voz melodiosa y picante, comenzó a declamar:
—¡Ay, mi gente!
Que la lata suene,
y el ego se quiebre
como el sol en la arena,
porque en cada latido
se esconde una condena
que se disuelve en la brisa
cuando la risa se envenena.
La lata vibró con fuerza y, en un instante de surrealismo, lanzó un destello que iluminó el patio con un brillo tropical. Enrique, con picardía, exclamó:
—¡Asere, mira pues! Hasta la lata se ha puesto a rimar en este carnaval cósmico.
El presbítero cerró los ojos y, en tono reflexivo, dialogó con el universo:
—Quizá, mis hermanos, el alma del cosmos se cuela entre los poros de nuestra existencia, disfrazándose de lata y de voz suave, aguardando que la disolución del ego nos libere.
La tensión del momento se disolvía en carcajadas y en nuevos versos de Efraín, quien, sin perder el ritmo, lanzó:
—¡Oigan pues, que les digo a mi manera!
El ego es como un mal sancocho,
que entumece el sabor de la vida,
y solo se disuelve con el fuego
de una risa bien picante y la brisa
de esta tierra bendita.
¡Deja ya ese "yo" amarrado,
y baila con el universo sin medida!
Enrique, entre risas y guiños, añadió:
—¡Vea usted, que al soltar la vanidad uno se vuelve a casa, y la casa es el universo!
Luis Carlos asintió con serenidad:
—El ego, esa muralla que nos separa, se derrite ante la pureza de este instante, donde cada latido y cada verso es un puente hacia la unidad.
De pronto, la lata volvió a emitir un tintinear que parecía responder al llamado de Efraín. Con voz teatral, el presbítero concluyó:
—Que la risa nos libere y la verdad se derrame en cada esquina del cosmos.
Y Efraín, con su cuchillo brillando bajo la luz de un farol y su voz costeña retumbando en el aire, cerró con un último verso:
—Somos hijos de la arena y del mar,
polvo de estrellas en un eterno bailar;
deja que el ego se queme en el fuego del querer,
y únete al son del universo, ¡déjate renacer!
En esa mágica noche, entre destellos y versos, el presbítero, el hombre de la voz fina y el poeta de la lata se unieron en un diálogo festivo y cósmico. Las risas, la cadencia costeña y la melodía de la lata transformaron el patio en un santuario donde el ego se disipaba y la conciencia del universo se hacía presente.
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