El Hombre de Mama y los chivos de Ángel.

 

hoyennoticia.com

Por: Wilson Rafael León Blanchar.

En la finca La Cruz, el cumpleaños de Ángel Ortiz no era una simple reunión, sino una cumbre de parranda donde se bailaba hasta con las sombras. El ron corría como un río sin orillas, la comida se multiplicaba más que los panes y los peces, y el vallenato de los Martínez de Papayal hacía vibrar hasta las hojas de los almendros.


Pero la verdadera apoteosis de la noche llegó con la entrada triunfal de Efraín, El Hombre de Mama, quien apareció montado en su imponente Ranger, con el sombrero echado para atrás y, en la mano, su herramienta de combate: una lata reluciente y un cuchillo más afilado que su lengua.


—¡Efraín! —gritaban los asistentes—. ¡Tócanos la de moda!


Efraín se bajó con la altivez de quien sabe que el espectáculo no empieza sin él. Golpeó la lata con el cuchillo en un repiqueteo que sonó como un llamado a la parranda celestial y anunció con su voz aguardientosa:


—¡Las primeras canciones son gratis, pero después toca cuadrar cuentas, señores!


La música arrancó, y con ella, el hechizo de Efraín. Su cuchillo bailaba sobre la lata con una precisión quirúrgica: raca-taca-taca, clac-clac-clac, ¡tracatrá! Cada golpe tenía el peso de la fiesta, el ritmo de la noche, la cadencia del vallenato. A su lado, los acordeoneros trataban de seguirle el paso, pero era imposible: aquel sonido metálico, endemoniado y mágico, tenía vida propia.


Cuando llegó "la parte económica", Ángel, con la lengua más torcida que un guayacán después de un vendaval, le dijo con complicidad:


—Compadre, efectivo no hay… ¡pero yo soy un hombre de palabra!


Efraín alzó una ceja, miró el corral de chivos y sonrió con la picardía de un zorro hambriento.


—¡Listo! ¡Hoy aceptamos chivos como forma de pago!


Y sin perder tiempo, entre una tanda de toques magistrales en su lata y tragos brindados con su cuchillo aún en la mano, empezó a cargar los chivos en la caja de la Ranger. Cada vez que iba al baño, regresaba con más energía y decía:


—¡Otro par de chivos, compadre! Este cuchillo no golpea gratis.


Los asistentes lloraban de la risa viendo la escena, y Ángel, convencido de que había cerrado el mejor trato de su vida, le daba palmadas en la espalda a Efraín mientras brindaba por "la economía creativa".


Pero cuando la parranda estaba en su punto más alto, apareció Albertico Ortiz, hermano de Ángel, con el ceño fruncido y los ojos desorbitados al ver el corral casi vacío.


—¡Ángel, carajo! ¡Estás regalando los chivos que no son tuyos!


Ángel, tambaleándose pero con la dignidad intacta, levantó la copa y respondió con la solemnidad de un emperador ebrio:


—¡Aquí mando yo, Albertico! Y si Efraín quiere llevarse el corral entero, ¡que lo haga! Esta música no se paga con promesas.


Albertico intentó salvar los chivos que quedaban, pero ya era tarde. Desde la cabina de la Ranger, Efraín sonrió, levantó el cuchillo en un saludo de victoria y con la otra mano hizo resonar la lata con una despedida legendaria:


—¡Albertico, gané! ¡Gracias por el negocio, Ángel!


Y sin perder el ritmo, arrancó la camioneta con los chivos amarrados en la parte de atrás, tocando su lata con el cuchillo en un repiqueteo triunfal que resonó en toda la finca. En la polvareda que dejó su partida, la gente aún reía, Ángel seguía brindando como si fuera el rey de Macondo, y Albertico, derrotado, contaba cuántos chivos se habían ido al ritmo de aquel eco metálico, inolvidable, del hombre que convirtió una simple lata en el instrumento más lucrativo de la historia de La Cruz.

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