La Chiva de los Hermanos Gasca
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
En aquellos días en que la juventud de Fonseca andaba en busca de emociones, llegó al pueblo el famoso Circo de los Hermanos Gasca. Además de acróbatas y motociclistas intrépidos, el espectáculo incluía un grupo de payasos que hacían reír a grandes y chicos con sus ocurrencias. Pero la estrella indiscutible era una chiva amaestrada llamada Clarita, que daba saltos, hacía reverencias y hasta movía la cabeza como si entendiera lo que le decían. Para Agustín Peralta, Lister Mendoza y Jesús Lotman, aquel era un evento que no se podía perder.
El circo se instaló en el campo de fútbol, cerca de donde vivían Jopo de Chivo y Marrugo. Las funciones estuvieron llenas de gente, niños gritando, vendedores voceando sus dulces y hasta algún borrachito que se dormía en las gradas. Pero lo que nadie imaginó era que, en la última noche de funciones, la chiva Clarita desaparecería sin dejar rastro.
—¡Mi chiva! ¡Mi Clarita! —gritaba el dueño del circo al amanecer—. ¡Se la robaron, bandoleros!
El pueblo entero se enteró de la desaparición y, aunque hubo rumores y sospechas, nadie tenía pruebas de qué había pasado. Pero en Fonseca, donde la gente tiene más picardía que un loro viejo, el misterio no tardó en resolverse con un chisme bien sazonado.
Al día siguiente, a orillas del Río Rancherías, el humo de una gran fogata se elevaba entre los árboles. Un grupo selecto de amigos se había reunido para disfrutar de un banquete especial. Entre risas, tragos y canciones, un suculento guiso hervía en la olla de barro, soltando un aroma que se esparcía por la brisa del río.
—Agustín, esto está en su punto —dijo Lister, saboreándose los labios mientras revolvía el caldo espeso.
—Ese animal tenía buena crianza —agregó Jesús Lotman—. Se nota que era artista, la carne está suavecita.
Los presentes rieron mientras seguían sirviendo los platos. Ninguno mencionó el nombre de la chiva, pero el pecado se sentía en el sabor de cada bocado.
Pasaron los días y el comentario de la gran comilona llegó a los oídos de Changa, quien tenía el radar encendido para todo lo que oliera a chisme. Cerca del Palacio Municipal veía pasar todos los días a un vendedor que había llegado de otra parte, primero vendiendo carbón vegetal y después mangos. Como su carbón siempre estaba encendido, lo llamaban Llama Azul.
Con una sonrisa traviesa, Changa esperó a que el hombre pasara y le gritó:
—¡Oye, Llama Azul! ¿Tú sabes quién se comió la chiva guisada a orillas del Rancherías con Agustín y Lister?
El vendedor, sin inmutarse, sin soltar su bulto de frutas y con el desparpajo de quien ya conoce el juego, respondió con su voz ronca:
—Losmang’!
La historia llegó a oídos de Jesús Lotman, quien, con su investidura de alcalde y el ceño fruncido, se cruzó de brazos y miró fijamente al vendedor de mango.
—Mira, Llama Azul, o me dices quién se comió la chiva o te pongo preso.
El hombre soltó una carcajada y, sin perder la compostura, ajustó su bulto de frutas al hombro y respondió:
—Pero, alcalde… si usted mismo pidió repetición.
Jesús Lotman no pudo aguantar la risa y, desde entonces, cada vez que Llama Azul pasaba cerca del Palacio, la gente estallaba en carcajadas y gritaba al unísono:
—¡Losmang’! ¡Losmang’!
Y así quedó escrita en la memoria de Fonseca la leyenda de la chiva que un día fue estrella de circo y, al siguiente, el plato principal de una parranda ribereña
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