La Piedra de la Disciplina

 

hoyennoticia.com


Por: Wilson Rafael León Blanchar.


En la madrugada lluviosa de Fonseca, Emerson, todavía sintiendo los estragos de la parranda de la noche anterior, fue sacado de la cama por los gritos inconfundibles de su padre, don Enrique Marulanda. Esa voz aguda, capaz de despertar hasta los espíritus dormidos del río Ranchería, lo obligó a levantarse.


—¡Emerson, levántate ya, que las vacas no se ordeñan solas y Puyalito no está más cerca! —bramó don Enrique desde el patio, mientras el viejo camión Ford rugía en marcha.


La noche anterior, Emerson había celebrado con sus amigos Choncha, Víctor Ñoñi y Agustín Pitre, hermano de Changa. Entre ron, aguacates, chicharrones, leche cuajada y ajíes picantes, la fiesta había sido tan explosiva como lo que estaba por venir.


Con el cuerpo agotado y el estómago haciendo sonidos de advertencia, Emerson tomó el volante mientras don Enrique se acomodaba en el asiento del copiloto. La lluvia golpeaba el techo del camión con fuerza, obligándolos a cerrar los vidrios. En pocos minutos, la cabina se transformó en un horno cerrado donde se desarrollaría el episodio más memorable de ese viaje.


El camino hacia Puyalito estaba lleno de baches, cada uno un disparador potencial para el estómago de Emerson, que comenzaba a rebelarse. Fue entonces cuando ocurrió el primer "peo fallado". Discreto en sonido pero contundente en efecto, llenó la cabina con un olor que provocó que don Enrique frunciera el ceño y olfateara el aire.


—¿Y ese mal olor qué es? —preguntó don Enrique, girando la cabeza hacia su hijo.


—Debe ser el motor, tata. Este camión ya está viejo, ¿no ve? —respondió Emerson, tratando de ocultar su culpabilidad.


Pero la excusa no convenció a don Enrique, quien continuó moviendo la cabeza en señal de sospecha. Al segundo ataque, el olor se volvió tan denso que parecía tangible. Don Enrique abrió ligeramente la ventanilla, pero la lluvia lo obligó a cerrarla de inmediato.


—¡Hijo, hablá claro! ¿Qué es ese mal olor? —gritó, tapándose la nariz con el sombrero.


—Usted vio la vaca muerta al lado del camino, ¿cierto? Seguro que de ahí viene —respondió Emerson, tratando de mantener la compostura.


El tercer "peo" fue la gota que colmó el vaso. Don Enrique, con el rostro contorsionado por el impacto del gas, se llevó las manos a la cabeza.


—¡Emerson, queréi matame?, decímelo ya! —exclamó con desesperación. Entonces, cuando llegaron al último bache antes de la finca y cuando estaba detenido el camión, Don Enrique  se bajó del camión y bajo la lluvia buscó una piedra, de esas que parecen talladas para historias épicas, y se la entregó a su hijo.


—¡Tomá esta piedra, Emerson! Terminame de matar con esto, porque me estás matando de a poquito con esos malditos peos.


Emerson, incapaz de contenerse, soltó una carcajada que lo dejó sin aliento. Bajó del camión, sosteniéndose el estómago mientras la risa lo doblaba.


—¡Tata, no es la vaca muerta, fui yo! ¡Pero qué quiere, si el chicharrón estaba buenísimo!


Don Enrique, empapado y derrotado por la absurda situación, regresó al camión murmurando entre dientes:

—¡Que sea Dios quien me dé paciencia, porque este muchacho me va a mandar directo al camposanto!


Cuando finalmente llegaron a Puyalito, los jornaleros escucharon la historia, y no pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en un cuento recurrente en cada parranda. Choncha, Víctor Ñoñi y Agustín se encargaron de inmortalizar el relato, asegurándose de que cada vez que alguien mencionara un mal olor en Fonseca, alguien recordara la famosa piedra de don Enrique y la habilidad especial de Emerson para "marcar" los viajes con su particular aroma.

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