La piqueria de Francisco El Hombre con Luis Pitre
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Por: Wilson Rafael León Blanchar.
Aquella noche en San Agustín de Fonseca prometía quedar en la memoria del pueblo. La luna llena bañaba con su luz los mangos del patio, el aire traía el murmullo del río Rancherías y, en la casa de Luis Pitre Gómez, la parranda estaba en su punto más alto. La mecedora de Pitre iba y venía, marcando el compás de la música mientras su acordeón rugía con la fuerza de un jaguar en plena selva. Acababa de tocar la puya Pule Pinto, y los aplausos y los gritos no se hicieron esperar.
Pero justo cuando la fiesta parecía seguir su curso natural, un trote pausado interrumpió el bullicio. Las miradas se volvieron hacia la entrada del patio y, bajo la luz de la luna, apareció la inconfundible silueta de Francisco ‘El Hombre’ Moscote. Montado en su burro, con el tabaco encendido entre los labios, se desmontó con la calma de quien no tiene apuros en esta vida y, sin rodeos, lanzó su primera estocada:
—Bueno, ¿y aquí se toca o se conversa con los muertos?
La carcajada fue unánime, pero Luis Pitre no era hombre de quedarse callado. Se acomodó el sombrero, templó su acordeón y, con una mirada desafiante, respondió con picardía:
—Aquí se toca, compadre, y al que llega tarde lo reciben de pie.
Los gritos y las palmadas en la mesa retumbaron en el patio, pero Francisco solo sonrió, tomó asiento y sin más preámbulos dejó que su acordeón hablara. Sacó de sus fuelles las primeras notas de El Amor Amor, tan sentidas que hasta las mujeres suspiraron y los hombres asintieron con respeto.
Desde un rincón del patio, Juan Solano le murmuró a Santiago Blanchar:
—Santiago, esto no es una parranda, esto es una batalla campal.
Santiago, con el sombrero echado hacia atrás y un ron en la mano, sonrió de medio lado y contestó:
—Más que batalla, esto es un choque de cometas en el cielo provinciano.
Pero la cosa no quedó ahí. Luego de su interpretación, Francisco levantó la mirada, midió a Luis Pitre y lanzó el primer verso con la voz ronca del que ha cantado por los caminos de la Guajira:
—Pitre, yo toco con alma,
y mi acordeón no se enreda,
cuando la nota es sincera,
se impone sin dar moneda.
—Tu fuelle suena bonito,
pero le falta madera,
porque el son de los juglares
no se aprende en primavera.
Luis Pitre, con una sonrisa ladeada, tomó aire y disparó el contragolpe:
—Francisco, no te equivoques,
yo respeto al buen juglar,
pero aquí, bajo este techo,
nadie me viene a enseñar.
—El acordeón es mi escuela,
y mi canto es mi linaje,
al que pisa suelo ajeno
le toca dejar mensaje.
Los gritos estallaron como si se hubiera marcado un gol en plena final. Pero Francisco ‘El Hombre’ no era de los que se asustaban fácil. Se acomodó en su taburete, le dio una calada a su tabaco y respondió con la tranquilidad de quien ha domado mil duelos:
—Pitre, no cantes victoria,
que el son no es solo pasión,
también hay que darle espacio
al temple del corazón.
—El que cree saberlo todo
tropieza con su alegría,
porque el canto más humilde
también deja melodía.
Las risas retumbaron en todo San Agustín. Hasta el burro de Francisco sacudió la cabeza, como si entendiera la magnitud de la contienda. Pero Luis Pitre no se dejó amilanar. Se inclinó hacia adelante, apretó los labios y soltó otro dardo:
—Francisco, viejo juglar,
me enseñaste la medida,
pero a quien la suelta firme,
también le llega su vida.
—Aquí nadie es dueño de esto,
ni de versos ni de sones,
quien canta con humildad
convierte el alma en razones.
El ron voló de un lado a otro y los gritos hicieron temblar las ramas del mango. Pero Moscote no estaba vencido. Le pasó la mano al acordeón como si acariciara a una mujer y lanzó el golpe final:
—No vengo aquí a disputarte,
ni a quitarte la corona,
pues el tiempo y los caminos
son los jueces de esta zona.
—Cantemos y que la gente
escoja a su corazón,
porque al final lo que queda
es solo el eco de un son.
El patio se vino abajo. Juan Solano se atragantó de la risa, Santiago Blanchar golpeó la mesa con fuerza y hasta los perros de la casa ladraron.
Pitre, con una sonrisa de medio lado, se levantó y le extendió la mano a Francisco.
—Compadre, si el canto es la herencia,
que se reparta parejo,
pa’ que siempre que toquemos
se alce el son con su reflejo.
Y así, entre versos y acordeones, terminó una de las noches más legendarias que San Agustín de Fonseca haya visto. No hubo perdedores, porque en la Guajira la música no es una guerra, sino un pacto de honor. Pitre y Moscote se hicieron compadres de trago y de parranda, y sus acordeones siguieron contando historias hasta que el tiempo decidió convertirlos en leyenda.
Dicen que, cuando el viento sopla fuerte en San Agustín de Fonseca, si uno afina bien el oído, todavía se escuchan los ecos de aquella piqueria, como un murmullo eterno entre el río y la luna.
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