"El susto de Marulanda y la parranda que lo resucitó"
Por Wilson Rafael León Blanchar.
En Fonseca —pueblo donde el sol sale con tambor, los gallos cantan como si se creyeran tenores, y la brisa parece tener acento vallenato— ocurrió una parranda tan memorable que todavía hay árboles en la plaza que la recuerdan con nostalgia.
La sede de semejante jolgorio fue la casa de Doña Sara Pitre, mujer de carácter elegante, verbo dulce y alma hospitalaria. No vendía cualquier trago: ofrecía whisky fino, de etiqueta y en copa limpia. Pero, como la parranda en Fonseca es democrática, también había aguardiente del bueno, pa’ los de garganta recia y corazón caliente.
Jolón fue el primero en dejarse caer en el patio. Llegó con su botella de aguardiente Antioqueño como quien carga un bebé: con respeto y cariño. Se sentó en su silla favorita —una que parecía tener su forma guardada— y anunció:
—“Esta noche no me acuesto ni aunque me apaguen la luna con un balde.”
Le siguió Chago Pérez, delgado como una ceiba en verano, con el sombrero bien puesto y una pelaíta de unos veintitrés años que parecía no saber si estaba en una parranda o en una excursión escolar.
—“Esta me la recetó el médico… ¡pa’ que me suba el ánimo y me baje la presión!” expresó, mientras le pasaba el brazo por los hombros y se servía un trago largo, sin agua ni conversación.
Enrique Marulanda apareció como siempre: voz aguda, camisa metida y zapato limpio. Él sí fue directo a la mesa de Doña Sara.
—“Dame un Old Parr, que el cuerpo no me da pa’ aguardiente y emociones al mismo tiempo,” dijo, y se sirvió con la misma elegancia con que alguien firma una escritura.
Ñoñi, maestro de ciencias, conocedor del folclor y orador de precisión, llegó con su cuaderno de notas bajo el brazo y gafas colgando del cuello.
—“Buenas noches, tropa. Les traigo un dato de esos que hacen sudar frío: científicamente está comprobado que un susto durante la fase REM del sueño puede liberar tanta adrenalina que el corazón se descontrola… y ahí mismo se apaga el sistema.”
Todos se miraron un momento, en silencio.
Marulanda, que ya iba por el tercer whisky, rompió la tensión:
—“Ñoñi, tú hablas tan enredado que el susto no mata, ¡se confunde y se devuelve! A mí una vez me soñé con mi suegra en bikini y lo único que se me paró fue el hambre.”
La carcajada fue general. Hasta Guillermo El Oso, que solía escuchar más que hablar, soltó una risa ronca y profunda que hizo temblar la mesa. Al ver que hasta él se reía, Choncha, que acababa de llegar con su timbal bajo el brazo, gritó:
—“¡Eso es señal de que la noche va buena!”
Sacó las baquetas y le metió dos campanazos al timbal que resonaron por toda la cuadra. En segundos se armó la parranda completa. El aguardiente corría por un lado, el whisky por el otro, y Efraín El de la Lata ya estaba contando un chiste verde con tanta gracia que Kanka, sentada en una mecedora, soltó una carcajada que asustó hasta al gato de Doña Sara.
Y entonces ocurrió el drama...
Marulanda, entre el cuarto trago y un vallenato sentido de Colacho Mendoza que sonaba en el parlante, soltó la copa y cayó hacia atrás como si le hubieran desconectado el alma. Todos se quedaron helados.
—“¡Ay Marulanda!” gritó Doña Sara, soltando la botella y corriendo con un trapo en la mano, como si el trapo supiera primeros auxilios.
Ñoñi se tiró al suelo, le buscó el pulso y dijo, serio:
—“Esto no es borrachera, este man tuvo un susto de los que sí matan.”
—“¿Y qué hacemos? ¿Llamamos al hospital?” preguntó Chago, nervioso.
—“No, ponle un vallenato de Diomedes bien alto, y que le sople Kanka en el oído, que eso lo levanta,” dijo Jolón, medio serio, medio jugando.
Y así fue. Kanka, con su voz ronquita y sus aretes colgando, se acercó, le sopló al oído y le dijo:
—“Despierta, viejo lindo, que te vas a perder la parte buena…”
De pronto, Marulanda abrió los ojos, como si lo hubiese llamado el mismísimo Alfredo Gutiérrez.
—“¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? ¿Ya cobraron la prima?”
El patio estalló en aplausos, risas, brindis y timbales. Ñoñi, entre serio y burlón, apuntó algo en su cuaderno y dijo:
—“Conclusión científica: al corazón fonsequero no lo revive un desfibrilador… ¡lo revive una parranda!”
Y esa noche, que parecía a punto de acabarse en tragedia, se convirtió en leyenda. Porque en Fonseca, donde hasta los sustos se curan con música, nadie muere en plena parranda… al menos no sin un último trago y un buen verso de Silvio Brito.
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