Fuego Caribeño
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
El doctor Olivier Dumont, distinguido cirujano parisino y amante de la aventura, llegó a la Fénix del Caribe para la convención anual de rotarios. Con su impecable traje de lino y un sombrero panameño adquirido en el aeropuerto, recorrió la ciudad, maravillado por el ritmo vibrante que hasta el viento parecía coreografiar.
Tras el evento, agotado pero embelesado, se retiró al hotel junto a su esposa Margot, quien, al pisar tierras caribeñas, descubría un mundo de sabores y sonidos que jamás había imaginado. Después de una cena ligera y una copa de vino, se pusieron la pijama, dispuestos a descansar. Sin embargo, apenas apagaron la luz, un estrepitoso torbellino de acordeones, tambores y versos improvisados irrumpió en la noche.
—Mon amour, ¿qué es ese bullicio? —preguntó Margot, con una mezcla de sorpresa y desconcierto.
—Parece que la noche se ha desbordado —respondió Olivier, esbozando una sonrisa cómplice.
—¡Pero ya es medianoche! Anda y busca la manera de que este escándalo se apague, para que podamos dormir —ordenó ella, envuelta en su bata de seda.
Al asomarse al balcón, Olivier se encontró con una escena casi mística: un grupo de locales danzaba con la intensidad de las mareas caribeñas, mientras un viejo acordeonero, de bigote plateado y mirada traviesa, entonaba versos con la cadencia de un poeta errante. La botella de ron pasaba de mano en mano como si fuera el tesoro de un reino encantado.
Con una chispa en los ojos, Olivier regresó a la habitación y dijo:
—Margot, tengo une idée brillante. Ordenemos una botella de whisky y salgamos a saborear esta música ardiente.
Margot lo miró, sorprendida ante el inesperado giro de los acontecimientos, pero pronto su curiosidad venció cualquier reticencia. Minutos después, la pareja se sumergió en la algarabía costeña.
—Regarde, mon amour, ¡mira cómo se enciende la noche! —exclamó Olivier, mientras sus manos se deslizaban con fervor sobre la silueta de Margot.
En medio del tumulto, Margot, despojada de las restricciones europeas, se lanzó a la pista con una falda vaporosa que parecía murmurar secretos del mar y la arena. Olivier, con el whisky como cómplice, se acercó con la pasión de un marinero en busca de puerto. En un rincón casi clandestino, la pareja se entregó a un baile cargado de deseo y picardía:
—En esta tierra, la passion se vive sin reservas —musitó Margot, mientras sus labios se unían a los de Olivier en un beso que evocaba el fuego del Caribe.
—Je t’aime, mon amour —agregó él, dejando entrever la intensidad de sus sentimientos.
La fiesta se transformó en un carnaval de sensaciones: el retumbar de los tambores, el destello de las luces y la cadencia de los cuerpos en un abrazo cósmico. Un viejo acordeonero, con voz rasposa, improvisó un verso que se fundió en el ambiente:
“Cuando el Caribe despierta con fervor,
y la noche se viste de picante sabor,
déjate llevar, sin miedo ni temor,
pues aquí el amor es puro ardor.”
Entre risas, caricias y la embriagadora cadencia del ritmo costeño, Olivier y Margot se convirtieron en los protagonistas de una noche donde sensualidad y pasión se entrelazaban en cada giro, en cada beso furtivo. El whisky, servido en copas que parecían derramar fuego líquido, selló un pacto silencioso: aquella noche, la pasión sería la única ley.
Al despuntar el alba, con la brisa marina acariciando sus rostros y el recuerdo indeleble de una noche mágica, Olivier susurró:
—Aujourd'hui, vivimos el Caribe en carne y hueso, en cada nota, en cada caricia. Y así, mon amour, el fuego de esta noche nunca se apagará.
Margot, con el cabello alborotado y una sonrisa pícara, asintió. En ese rincón encantado de la Fénix del Caribe, habían descubierto que el verdadero sabor de la vida reside en dejarse llevar por el ritmo del corazón, por la pasión sin fronteras y, sobre todo, por la magia de un amor que se expresa en cada “je t’aime”.
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