La Aldea de los Mil Acuerdos

 

hoyennoticia.com


Por: Wilson Rafael León Blanchar 


En una esquina perdida del mundo, donde el sol parece bajarse en las tardes a tomar guarapo con la brisa, existe un lugar distinto a todo lo que uno conoce: La Aldea de los Mil Acuerdos.


Aquí nadie mata, ni por hambre, ni por rabia, ni por costumbre. Las plantas ofrecen sus frutos y hojas como quien sirve café a una visita, y los animales, al cumplir su ciclo, se recuestan bajo una sombra y entregan su cuerpo con tranquilidad, como quien paga una deuda de gratitud. Los ríos dan agua sin mezquindad y el mar siempre deja en la orilla pescados, con más generosidad que red de pescador.


Hasta la muerte es civilizada en esta aldea: cada quien, cuando siente que la hora se le arrima, organiza su partida con la misma calma con que se organiza una parranda. Manda a hacer su cajón, deja la misa paga, el café cerrero, la comida lista y no deja testamento, porque aquí todo le pertenece a la Aldea. La tierra no se hereda, se comparte.


Y es en estas calles de arena, olor a sancocho y risa fresca, donde caminan los personajes que le ponen vida y cuento al paisaje.


Ahí va Enrique Marulanda, ganadero alto y de voz aguda, que apenas abre la boca, arranca carcajadas como quien cosecha tamarindos maduros. Hoy mismo, sentado en la banca de la plaza, suelta su frase:

—¡Ñoñi, más que maestro, vos sos un bandido, con esa memoria que ni los burros de la vieja escuela alcanzan!

Y el gentío suelta la risa como si fuera carnaval.


Víctor Ñoñi, con su amor de maestro y parrandero, sostiene siempre que la cultura no se mata ni se deja morir. Afinando su conversación, le dice a Marulanda:

—Si Luis Enrique Martínez viviera, ya le habría sacado un paseo a esta aldea, pa' que el mundo entendiera que aquí se vive con acordeón en el alma y sin cuchillo en la mano.


A un lado, bajo la sombra de un trupillo, Chago Pérez juega dominó con la ficha lista y el sombrero calado. Con sus ochenta y pico encima, le lanza piropos a las muchachas de veinte como si los años no contaran:

—Mija, si el tiempo se pagara con besos, yo ya estuviera debiendo tres vidas.


Apenas asoma una parranda, Choncha aparece con sus timbales colgando y las baquetas listas, y grita:

—¡Ajá, echen ron que yo pongo el escándalo, y si falta música, que canten los gallinazos!


En una esquina, pelando mangos con una navaja tan afilada como sus respuestas, La Gillette reparte lotería y consejos:

—El que no compra, no gana, compadre, y el que no pela fruta, se queda con la semilla.


El silencio lo rompe Efraín ‘El de la Lata’, con sus versos que salen como si las palabras le nacieran del pecho. De pie, improvisa:

—Aquí no hay guerra ni muerte forzada,

la tierra da, y la vida es prestada.

El hombre se va, pero deja su trago,

y el alma se queda, sentada en el patio.


El único que no se queda sin trabajo en este paraíso es la legendaria Yeya. Fea como promesa de borracho, pero ágil como culebra en monte, se pasea por las fiestas con su panty ‘almacenador’. Aquí no hay ladrones, todos quedaron desempleados, menos ella, que sigue haciendo de las suyas. Si uno se descuida, le desaparece hasta la tapa del termo, y con sonrisa traviesa dice:

—¡Ajá, la vida es corta y el panty tiene espacio!


Y como dice Guillermo El Oso, que come como si la barriga le diera para dos y habla lo justo:

—Aquí no hace falta más nada... El que sabe vivir, no necesita heredar.


La tarde se despide con olor a café y el murmullo de un vallenato viejo, mientras en la Aldea de los Mil Acuerdos, la vida y la muerte se sientan a jugar dominó, sabiendo que aquí nadie se lleva nada y todos lo disfrutan todo.

No hay comentarios.:

SU OPINIÓN ES MUY IMPORTANTE

Con tecnología de Blogger.