La calle de los cocos.

  

hoyennoticia.com


Por: Wilson Rafael León Blanchar.


El viento, una caricia familiar en mi rostro curtido, traía el más tenue susurro de coco y humo de leña, un aroma que aún podía evocar el fantasma de la cocina de Mamá Eulalia. Cerré los ojos, de pie al borde de lo que todavía llamábamos "la calle de los cocos", aunque la orgullosa hilera de palmeras hacía mucho que se había ido. Solo quedaba el tronco esquelético de la última, un dedo solitario apuntando acusadoramente al cielo.


Recuerdo a Papá Juan contando historias, su voz áspera como hojas de palma secas, de los días en que este camino, serpenteando por las tierras de Don Cole Brito, bullía de vida. Los iguanaeros, sus manos curtidas agarrando sus horquillas, pasaban con sus sacos pesados de la caza del día. El thump-thump de un conejo asustado, el graznido frenético de un pato al levantar el vuelo – estos eran los sonidos cotidianos de nuestra infancia. Y siempre, el susurro de las palmeras de coco, sus frondas susurrando secretos a la brisa.


No solo cazaban, esos hombres. Eran proveedores. Casi puedo verlos ahora, sus machetes brillando al sol mientras derribaban expertamente los pesados racimos de cocos. El aire se espesaba con su dulce y lechoso aroma. Mamá Eulalia, su sonrisa tan cálida como el fuego del hogar, estaría esperando, sus grandes ollas de barro listas. El crujido del coco, el raspado de la pulpa blanca, el movimiento rítmico al remover la olla – estos eran los sonidos de nuestro sustento. ¡Y oh, ese arroz con coco! Incluso ahora, el recuerdo de su cremosidad dulce, infundida con el aroma ahumado de la caza del día, me hace agua la boca. Cada grano parecía llevar la esencia de la tierra, la abundancia de los campos de Cole Brito y el espíritu de nuestra comunidad.


Nosotros, los guamachaleros, crecimos bajo la sombra de esas generosas palmeras. Trepábamos por sus troncos ásperos, nuestras pequeñas manos encontrando agarre en las ranuras familiares. Bebíamos su refrescante agua directamente de la cáscara, sintiendo el frescor deslizarse por nuestras gargantas bajo el sol abrasador de La Guajira. Cada celebración, cada reunión familiar, estaba marcada por la presencia de esos cocos. Eran más que solo comida; eran un símbolo de nuestra historia compartida, un testigo silencioso de nuestras alegrías y tristezas.


Papá Juan siempre lamentaba su desaparición. Sacudía la cabeza, sus ojos nublándose con una tristeza que entonces no comprendía del todo. Ahora, estando aquí, sí lo entiendo. No fue solo la pérdida de la fruta, aunque eso fue significativo. Fue la pérdida de una conexión, un vínculo tangible con un tiempo en que el ritmo de la vida estaba dictado por la tierra, cuando la abundancia se compartía y cuando el aroma de coco y humo de leña era el aliento mismo de Guamachal.


Mirando ese tronco solitario y esquelético, siento una punzada de algo parecido al dolor. Se erige como un crudo recordatorio de lo que hemos perdido, un testimonio silencioso del paso del tiempo y los cambios inevitables que trae. Pero dentro de esa tristeza, también hay un destello de calidez. Porque aunque las palmeras se hayan ido, las historias permanecen. El sabor del arroz con coco de Mamá Eulalia perdura en mi memoria, y el susurro del viento aún lleva el eco tenue y dulce de un tiempo en que la calle de los cocos era el corazón de nuestro mundo. Y en ese eco, el espíritu de Guamachal, nutrido por esas palmeras olvidadas, sigue vivo.

No hay comentarios.:

SU OPINIÓN ES MUY IMPORTANTE

Con tecnología de Blogger.