“La deuda bajo la lluvia”
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
La tarde se vino lenta sobre Fonseca, con esa llovizna menuda que más que mojar, acaricia el polvo y perfuma el aire con olor a tierra recién despierta. Las calles parecían dormidas, pero en el Billar de Machado, el ambiente era otro: el retumbar de las bolas en las mesas, el chisporroteo de los botellones de cerveza abriéndose y las carcajadas iban subiendo como espuma.
Allí estaban, como fichas bien puestas en la mesa: Enrique Marulanda, que apenas abría la boca soltaba su voz filuda, como machete afilado, y ponía a tambalear de risa hasta al más amargado. Justo cuando la lluvia golpeaba el techo con más sabor, soltó:
—¡Muchachos, si esta agua fuera deuda, ya tuviéramos que hipotecar hasta las hamacas! Eso es lo que hacen los gringos y los chinos, prestan como si regalaran y cobran como si vendieran el alma.
Ñoñi, que andaba limpiándose las gafas empañadas, levantó la ceja como quien remata en verso:
—¡Eso es como el vallenato de antes! Bonito cuando empieza, pero cuando suena el acordeón desafinado, ya uno está metido hasta el cuello en penas.
Chago Pérez, que había armado un dominó improvisado sobre un cajón de cervezas, soltó mientras tiraba la ficha con el descaro de quien no teme a la vida:
—Eso es lo mismo que pasa cuando uno se enamora de una pelaita de veinte, compadres. Primero lo endulzan a uno con caricias y después le sacan hasta el último billete pa’ comprar mototaxi al novio.
En la esquina, La Gillette, que mientras vendía su lotería se afilaba el cuchillo contra la suela del zapato como quien afina el violín, se metió en la conversa con el colmillo listo:
—¡Dejen quietos a los chinos y a los gringos! Peor es fiarle al tendero de la esquina, que le cobra a uno con intereses y además con chisme incluido.
El Oso, que hasta ese momento solo mascaba sin prisa una butifarra, lanzó su sentencia seca como cañón de escopeta:
—La deuda es como el sancocho frío: cuando uno se lo sirve ya no sabe a nada, pero igual hay que tragárselo, porque el hambre no espera.
Jolón, con su trago en mano, mirando cómo las gotas golpeaban el portón del billar, soltó su reflexión de borracho veterano:
—Pa’ mí, la deuda no es problema. El problema es el cobrador, que siempre aparece justo cuando se acaba el ron.
Y justo cuando pensaron que la conversación ya no podía ser más sabrosa, La Yeya, que había llegado con el maquillaje escurrido por la lluvia y el pantalón más apretado que el presupuesto de la alcaldía, gritó desde la puerta:
—¡Ustedes hablando de deuda y yo que hasta el alma la tengo empeñada, pero en pura fiesta y parranda!
El aguacero seguía susurrando sobre Fonseca, la noche ya se estaba cociendo en el horizonte, y entre cuentos, fichas de dominó, ron y carcajadas, quedó claro que las deudas, sean de amores, de copas o de bancos, en el Billar de Machado siempre se pagan con buena compañía.
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