La gallina filosófica, el queso sabio y el yogurt pacifista
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
En Fonseca, cuando el sol escupe fuego y el viento se esconde debajo de las matas, la esquina de La Yeya se convierte en la universidad de la calle. Ahí no se gradúa nadie, pero todos salen con el diploma de saber vivir y de paso, con la barriga medio llena... o llena de cuentos.
Aquella tarde, la pandilla habitual: Changa, Tabaquito, Enrique Marulanda, Efraín ‘El de la Lata’, Víctor Noñi y, por supuesto, La Yeya, estaban en su ceremonial de siempre: un taburete, un café caliente y la lengua suelta.
Changa, que cuando no está inventando, está filosofando, se acomodó el sombrero, sacó pecho y soltó:
—¡Oigan bien, amigos! Esta vida se puede vivir llenando la panza, sin clavar cuchillo ni levantar garrote. ¡La naturaleza no se hizo pa’ matar, sino pa’ compartir!
Tabaquito, que tenía la barriga vacía y el alma llena de dudas, se rascó la cabeza.
—¿Y entonces qué comemos, Changa? ¿El olor del sancocho y la sombra del plátano?
En eso, Victor Noñi apareció como si lo hubiera mandado el destino, cargando una canasta que parecía la versión costeña de la canasta básica.
—¡Miren esta belleza, señores! —dijo alzando los productos como si fueran trofeos—. Huevos de gallina sin novio, huevas de pescado que no conocieron varón, queso fresco y yogurt, que salen de la vaca con solo un buen ordeño... ¡y sin entierro de por medio!
Enrique Marulanda, que no dejaba pasar una sin soltar su puyita, levantó la ceja:
—¿Y tú cómo sabés que ese queso no es producto de una vaca divorciada y deprimida?
Noñi soltó una carcajada de esas que se oyen hasta en el cementerio y le contestó:
—¡Hombre, Enrique! La vaca da su leche porque es madre, pero con buen trato y sin que nadie tenga que perder la vida. El queso y el yogurt son regalos de la naturaleza, no facturas de muerte.
Desde la trastienda, La Yeya, que tenía el oído más fino que una antena de radio vieja, gritó:
—¡Así es, Noñi! Lo que sale de la vaca, la gallina y hasta del pescado, mientras no tenga vida adentro, se come sin culpa. ¡Vivir sabroso es no matar!
La risa rodó por toda la esquina como bolita de monte, y Changa, que venía con la reflexión amarrada en la lengua, levantó la mano como maestro de escuela:
—Les digo, muchachos, comer sin matar es como tocar guitarra sin romper cuerdas: todo suena bonito y nadie sufre. Huevos sin gallo, huevas sin fertilizar, queso del ordeño, verduras sin arrancar las matas y yogurt que baja solito de la leche... ¡pura comida de paz, sin cargar culpas en el estómago ni en la conciencia!
Efraín 'El de la Lata', que hasta ese momento había estado callado, tragó saliva y dijo, relamiéndose:
—Entonces la receta de la felicidad es clara: vegetales, queso, huevos y yogurt... ¡y ni un alma menos en este mundo!
Changa, con su risa de viejo sabio, remató:
—¡Así mismo es! El que come sin matar, vive más liviano, más tranquilo y, sobre todo, con el alma limpia... que para remordimientos ya está la política.
La tarde siguió bajando, el sol se escondió despacito y la esquina de La Yeya quedó perfumada de risas, aprendizajes y el sabor de la verdadera abundancia: la que no cobra vidas
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