Las Tapas bajo el Palo e’ Toco
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
En casa de Kiko Toncel, bajo la sombra gruesa del palo e’ toco, se estaba cocinando una de esas parrandas que sólo se dan en Fonseca cuando el ron se junta con las ganas de joder. El patio, lleno de sillas plásticas medio flojas y con el piso rascao de tanta bailadera, estaba reventao de gente buena pa’ la risa y mejor pa’ la lengua. Jaime Castro y Hugues Peñaranda ya estaban afinando las guitarras, Choncha le daba cantaleta a los timbales como si estuviera llamando a los espíritus parranderos, y Efraín “El de la Lata” silbaba sin querer, por culpa de los tres dientes que le quedaban.
Kiko, con la barriga al aire, la camisa abierta hasta donde se le acababa la dignidad y un vaso de whisky que parecía una pecera, pegó el grito:
—¡Oigan! ¡Hoy se canta Las Tapas sin ponerse bobitos! ¡Y el que se ponga serio, que se vaya pa’l parque de la Virgen a rezar con la abuela!
Ñoñi alzó la voz desde su mecedora, con la seriedad de un sabio de plaza:
—¡Esa canción es pa’ entendíos! Dolcey no habla de tapas de olla ni de yogur... ¡Habla de esas dos bendiciones que Dios le puso a la mujer pa’ volvernos locos! ¡Las que se menean cuando caminan como si tuvieran vida propia!
—¡Ajá, entonces con razón me halaron las orejas cuando me puse a cantarla en la casa! —saltó Enrique Marulanda, con esa voz chillona que parecía un clarinete borracho.
La Gillette, que andaba vendiendo chance, lotería, y hasta jabón chiquito pa’ los bolsillos pobres, le soltó una carcajada:
—¡Y tú qué vas a saber de tapas, Enrique, si la única que has tocao es la de la poceta!
Ahí fue cuando Chago Pérez, que ya tenía los ojos vidriosos del ron y la lengua suelta, soltó una de las suyas:
—Una vez llevé una moza pal Cardonal... ¡tenía unas tapas tan grandes que cuando se sentó creí que era eclipse!
—¡Mentiraaa! —gritó Jolón, muerto de la risa—. ¡Si tú entras a esa tembladera con una mujer así, no te volvemos a ver ni los pantalones!
Jaime Castro soltó los primeros acordes y Hugues le cayó encima con la segunda, como pa’ invocar lo prohibido. Efraín improvisaba versos entre silbidos:
—La tapa de la leche no está en la nevera…
—¡Está en la faldita corta de la vecina que vive en la esquina e’ la escuela! —remató.
Y justo en ese instante, como si la hubieran invocado, apareció La Yeya. Vestida con un licra amarillo que parecía pintao, unas plataformas que chillaban al caminar, y la actitud de una reina de carnaval retirada por escándalo. Subió a una silla de Coca-Cola, alzó los brazos y retó:
—¡Ajá, muchachos... ¿quién se atreve a pasar conmigo las tembladeras del Cardonal?!
Se hizo un silencio que pesaba más que la olla del sancocho. Nadie decía nada. El barro del Cardonal era traicionero, pero La Yeya… era peor.
—¡Si yo me meto allá contigo, el lodo me escupe pa’ no tener que aguantar tanto sufrimiento! —gritó Enrique, cruzando las piernas como quien se protege.
—¡Yo paso, pero con botas pantaneras, cuerda, brújula y la bendición de mi mamá! —dijo Ñoñi, con cara de penitente.
—¡Yo sí voy! —gritó Chago Pérez—. ¡Pero si me hundo, que me entierren boca abajo pa’ morir viendo las tapas!
Todos estallaron en carcajadas. Kiko Toncel, ya con el whisky hablándole en francés, gritó:
—¡Aquí nadie se raja! ¡Que suene Las Tapas otra vez, y el que no se ría, que se vaya pa’ los rezos de Doña Pastora!
Y así, entre versos picantes, carcajadas afiladas, el meneíto de La Yeya, y las guitarras desbordando picardía, se selló una noche más pa’ la historia de Fonseca. Con tembladeras de verdad, y tapas... que valían el pecado.
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