Suegra no es carga, pero tampoco costal!
Por: Wilson Rafael León lanchar.
Era un domingo cualquiera en Fonseca, pero como todo domingo con brisa caliente y olor a leña, tenía el presentimiento de que algo se iba a armar. El sol caía a plomo y la tierra, seca y perezosa, parecía tener sed de ron. En el patio de La Yeya —esa leyenda viviente que lo mismo baila con un disfraz de Cleopatra que se guarda una piedra pómez en el panti “por si las moscas”— se estaba gestando una de esas parrandas sin agenda, pero con alma.
Choncha fue el primero en caer, con los timbales bajo el brazo y la lengua suelta:
—¡El que no beba que no respire, carajo! ¡Y el que respire, que lo haga al ritmo del timbal!
A los minutos llegó Jolón, con su dominó envuelto en una toalla y una botella de ron en la mano como si fuera un rosario. Enrique Marulanda se dejó caer en una mecedora con su risa aguda, esa que parece sacada de un pito viejo pero que hace reír hasta al más amargado. Guillermo “El Oso” se acomodó en una hamaca doble, con una libra de chicharrón y un bollo de yuca como para alimentar a un batallón.
Y de pronto, se escuchó el inconfundible fuelle: era Chu Torres, el acordeonero mujeriego, ese que llegaba con su acordeón colgado, camisa desabotonada y dos mujeres siguiéndolo como gallinas detrás del gallo fino.
—¡Traigo música, traigo versos… y traigo lío! —gritó, con esa sonrisa de hombre que duerme en casa ajena más de lo que duerme en la suya—. ¿Qué opinan de los suegros que se meten hasta en el agua del arroz?
Silencio. Solo el tintinear de un hielo en el vaso rompió el momento.
La Gillette, que estaba sentado afilando su cuchilla en una piedra, levantó la ceja:
—¡Eso es como tener comezón en la planta del pie! ¡No se ve, pero fastidia!
—¡Exacto! —dijo Enrique Marulanda con voz chillona—. Cuando una pareja empieza a alejarse de los suegros, eso no es normal. ¡Eso huele más raro que sopa guardada de anteayer! Algo por dentro está más torcido que la calle de las provisiones.
La risa fue general. Guillermo "El Oso" soltó una carcajada tan grave que los perros del callejón se echaron a ladrar como si hubiese temblado.
Chago Pérez, con su sombrero torcido y esa mirada de viejo enamorado de la vida (y de muchachitas de veinte), echó el cuento:
—A mí la suegra me decía “yerno de oro”… pero me exprimía como limón de empanada. Se metía en todo: si yo dormía, se quejaba; si hablaba, decía que gritaba; y si callaba, preguntaba qué tramaba. ¡Una vez me la encontré metida en el baño, sentada en la tapa del tanque! Me dijo: “Estoy pensando en la paz del hogar”. ¡Y casi me da un infarto, compadre!
—¡La paz! —dijo Kiko Toncel, que ya iba por el segundo trago—. Las suegras de ahora no buscan paz, ¡buscan Wi-Fi y nevera llena!
Fue en ese momento que, como si la escena esperara un cambio de tono, apareció Periquito. Con su camisa blanca planchada como de foto de grado, pantalón beige sin una arruga, mocasines relucientes y un perfume que olía a notaría y decreto, entró moviendo las manos como si dictara clase.
—Colegas de la bohemia y la parranda, —empezó—. Permítanme ilustrar este dilema con categoría. El suegro sabio es aquel que llega, saluda, y se va antes de que le den ganas de opinar. Pero el que se queda… ¡ese termina opinando hasta sobre el nivel de sal del caldo!
Todos lo miraron. Silencio. Y de pronto, Chimaco se levantó con una risa que le hacía brincar el bigote:
—¡Este viene más perfumado que padrino de bautizo y quiere hablar de suegras! ¡Pa’ mí que su suegra es muda o vive en otro país!
—¡Nada de eso! —replicó Periquito—. La mía vive a dos cuadras. Por eso la conozco… ¡y sé que mientras menos la vea, más quiero a mi mujer!
Y justo ahí, Efraín "El de la Lata" agarró su sombrero, se lo encajó bien y lanzó un verso improvisado, con ese silbidito entre dientes por culpa de sus dientes ausentes:
—La suegra que mete mano,
termina armando pelea.
Si quiere paz en su casa,
¡dígale que ya no crea…
que usted es el mismo bobo
de la primera pelea!
Risas, palmadas, timbales, ron y más cuentos. Porque en Fonseca, una anécdota sin suegra es como un sancocho sin ñame: se come, pero no se comenta.
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