Los Secretos del Cucayo
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Por: Wilson Rafael León Blanchar
En Fonseca, como en muchos pueblos del Caribe colombiano, el fogón de leña tenía su propia jerarquía, y en esa estructura de poder, Sofía era una reina sin corona. Dueña de una sazón que podía ablandar hasta al más duro de los políticos locales, tenía también una picardía silenciosa que reservaba para su hijo, un muchacho de apetito prodigioso y astucia variable.
En la casa de Gregorio Marulanda, médico de respeto y de paladar exigente, Sofía desempeñaba funciones de 'chef'. Aquella casona de patio amplio y corredores de madera recibía visitas de toda clase: pacientes, vendedores de tabaco y hasta políticos en campaña. Allí, Sofía cocinaba para todos, pero tenía sus métodos para asegurarse de que su hijo, que a veces llegaba en bicicleta con la excusa de “ver si necesitaban ayuda”, no saliera desfavorecido.
La estrategia era sencilla pero ingeniosa: usaba el cucayo. Ese fondo de arroz que se pega al caldero, supuestamente rústico y sin gracia, era su cofre del tesoro. Allí, bajo el cucayo grueso y dorado, escondía las mejores tajadas de maduro, croquetas de yuca con queso, bolitas de carne aliñada y hasta un tamalito pequeño que había hecho para ocasiones especiales. A los demás, arroz con frijoles; para el hijo, arroz con sorpresa.
Una tarde, el doctor Marulanda se asomó al comedor y encontró al joven con la cabeza inclinada sobre el plato, comiendo con una lentitud pasmosa.
—Muchacho, ¿por qué se demora tanto en la mesa? —le preguntó con curiosidad.
El niño, sin levantar mucho la vista, respondió:
—Doctor, tengo dos muelas picadas y me toca masticar suavecito...
Pero la realidad era otra: estaba organizando mentalmente el orden en que atacaría los manjares escondidos, cuidando de no levantar sospechas.
En Uribia, las cosas eran distintas pero el principio era el mismo. El economato de Proaguas una empresa que ofrecía almuerzos a su personal técnico, contrató a Sofía por recomendación. Nadie imaginaba que esta mujer, que parecía concentrada solo en revolver ollas y ajustar sal, tenía también una política culinaria de redistribución estratégica.
Los ingenieros comían de menú fijo: arroz blanco, carne en salsa y ensalada. Pero Sofía, con la ayuda de una auxiliar que servía los platos, armaba una coreografía silenciosa. A uno le ponía más plátano, al otro un trozo extra de carne escondido bajo la lechuga. Y si alguien hacía méritos, como ayudarle a bajar una olla del fogón o a organizar la despensa, se ganaba una papita salada adicional camuflada entre los granos.
Un día, el jefe de mantenimiento se acercó intrigado:
—¿Y usted cómo hace para que todos salgan tan contentos del comedor, si la comida es la misma para todos?
Pastora le guiñó el ojo y dijo:
—Será que aquí se cocina con cariño, patrón...
En el comedor de la Normal de Fonseca don Lorenzo Celedón, su rector , la escena fue distinta pero igual de impresionante. El hijo de Sofía era invitado a almorzar, y aunque el menú prometido era modesto, ella había enviado una cazuela especial para su hijo. Doña Chane, la jefa del economato, no se percató del intercambio cuando el niño llegó con una olla misteriosa. Mientras los demás comían arroz simple y fríjoles, él saboreaba un arroz de camarones disfrazado bajo un fino cucallo y una capa de fríjoles.
Cuando don Lorenzo le preguntó cómo estaba el almuerzo, respondió:
—Sabe sabroso, pero lo importante es la compañía, ¿no ve?
Y soltó una carcajada que lo delató. Don Lorenzo olió la trampa, pero como buen Urumitero, sólo dijo:
—Este pelao va a ser político o cura, porque sabe cómo ganarse a la gente...
Así es Sofía: reina de los fogones, aliada secreta de su hijo y artista del camuflaje gastronómico. En cada plato, no sólo había sazón, sino estrategia. Porque en los pueblos nuestros, hasta en el arroz se esconde una historia.
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