Modesto y la trompa cruza
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Por: Wilson Rafael León Blanchar
El cuento lo echó Chago Pérez, una tarde de esas que el sol parecía tener mal genio, bajo el corredor de la casa de La Yeya, mientras el grupo de siempre —Enrique Marulanda, Choncha, Agustín Pitre, Ñoñi y Efraín el de la lata— se abanicaban con lo que tuvieran a mano y se empujaban un café más caliente que boca de soplete.
—¡Les voy a echar la historia de una pelea que hizo época! —arrancó Chago, limpiándose el sudor con la camisa abierta—. Fue una tarde al frente de la tienda de Ñaño Torres, cuando se encontraron dos leyendas de la trompá: Modesto González, hijo de Dolorito, y Cupano, el muchacho de Rojano, ese que desde que nació tenía cara de problema.
Modesto, como ustedes saben, era de esos que se quitaban la camisa antes de preguntar la hora. Se echaba cuatro o cinco peleas diarias, como si tuviera un cronograma colgado en la espalda. Le gustaba más trompear que yuca con suero.
Ese día había dejado unos bocachicos al sol, sobre una tabla, curándose para el almuerzo. Los pescados parecían de exposición, relucientes, derechos, con el olorcito que llama al demonio de la gula.
Pero pasó Cupano, con la barriga haciendo ruido y los modales en vacaciones. Se los comió como si fueran suyos, y cuando Modesto lo vio relamiéndose los dedos, se le subió la bilis.
—¡Oye, Cupano, esos pescados eran míos, compa! —gritó Modesto con la camisa ya en la mano.
—¡Pues debiste ponerles tu nombre con clavos! —respondió Cupano, con ese tonito de bicho malo que nunca conoció la prudencia.
Y ahí fue donde empezó la danza de las trompadas. Se trenzaron como si estuvieran ensayando pa' un concurso de peleas criollas. Trompá va, trompá viene. Cada vez que caían, caían con los brazos en cruz, como dos santos empolvados. Se levantaban, se escupían pa’l lado, y volvían a darse con más saña.
—¡Eso no era una pelea, era una misa en latín pero a puño limpio! —saltó Choncha, doblado de la risa.
El pueblo entero se arremolinó. Ya el sol se estaba yendo, y ellos seguían como si acabaran de empezar. Y fue entonces cuando apareció Enricón, con su pañuelo blanco y su voz ronca, creyéndose árbitro de boxeo o ángel de la paz.
—¡Bueno, ya basta! ¡Paren esa pelea, que hasta el gallinero está asustado! —dijo, metiéndose entre los dos.
Pero bastó con eso pa’ que los dos se volvieran y lo miraran como si fuera el bocachico culpable. ¡Le cayeron encima!
—¡Le dieron con puño, con codazo, con patá… y hasta con la tabla de los pescados! —dijo Chago, señalando el suelo como si aún viera el polvo levantado.
Dicen que a Enricón le volaron dos muelas, tres dientes, y el respeto del pueblo. Quedó tirado en la tierra, mirando el cielo, como quien se pregunta por qué intervino en lo que no era suyo?.
—¡Cuando lo levantaron, preguntó qué año era! —dijo Ñoñi, echando un buche de café que casi se le va por el camino viejo.
Modesto se fue con la camisa al hombro como si nada, Cupano eructando con satisfacción, y Enricón quedó mascando aire y diciendo que él solo quería ayudar.
—Desde entonces —cerró Chago, con voz de sentencia—, Enricón no se mete ni en una discusión de gallinas. Y cuando alguien se quita la camisa en la calle, el hombre cruza la acera y se persigna.
Y así fue como la pela de Modesto y Cupano quedó en la historia. No hubo ni perdedor ni ganador. Solo Enricón… que perdió hasta el apellido.
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