Sangre, Comercio y Acordeón: La Estirpe Blanchar en la Historia del Caribe

 

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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


En la vieja Riohacha de los días polvorientos y vientos salobres, donde el mar dialoga con la arena en un lenguaje ancestral, vivió un hombre que sin tocar el acordeón dejó que este instrumento definiera parte de su legado: José Eduardo Laborde Ariza. Comerciante de visión amplia, hijo de tierra guajira y nieto del intercambio entre dos mundos —el europeo y el caribeño—, supo abrir las puertas del Caribe a un objeto sonoro que acabaría por instalarse como identidad: el acordeón.


De los Blanchar Arredondo


José Eduardo no surgió de la nada. Su historia está amarrada a la estirpe de Santiago Blanchar, francés de temple que echó raíces en la península guajira, y Margarita Arredondo, mujer de linaje criollo profundo. De esa unión nació María Blanchar Arredondo, abuela materna de José Eduardo, quien lo crió bajo los valores de la familia comerciante y hospitalaria, amante del progreso pero atada con orgullo a su tierra. La mezcla de orígenes dio lugar a un carácter que entendía los ritmos europeos y a la vez reverenciaba la música de los patios polvorientos.


Consciente de las rutas que unían a Hamburgo, Marsella y Curazao con Santa Marta, Cartagena y Riohacha, José Eduardo importó acordeones de marcas como Hohner y Dallapé, aún sin saber que estaba trayendo consigo no solo mercancía, sino la semilla de un movimiento cultural. Las cajas de madera que llegaban a su tienda no eran solo instrumentos; eran artefactos destinados a trastocar la música costeña, a transformar la cumbiamba en paseo, el tambor en guacharaca, la flauta en fuelle.


El ejecutante: Andrés Blanchar


La sangre Blanchar también trajo vena musical. Uno de los nombres que resonó en los patios y piquerias fue el de Andrés Blanchar, acordeonista empírico, de oído agudo y lengua filosa. No tuvo escuela ni academia, pero sí el oído entrenado por las noches de parranda y las tardes de caña. Se le conocía por su forma recia de juzgar a los músicos, y por su convicción de que el acordeón, cuando se ejecuta mal, no perdona.


La historia que lo inmortalizó ocurrió en uno de esos encuentros fortuitos que definen destinos. Calixto Ochoa, joven aún, ejecutaba La Lotería de Bolívar, una pieza de Luis Enrique Martínez. A su lado, entre curiosos y músicos, Andrés escuchaba. Al terminar la pieza, lanzó una frase que cayó como cuchillo en la honra del futuro maestro:


—“¡Eso no es así! Te falta mucho…”


La frase hirió, pero también encendió. Calixto se fue con la crítica clavada entre pecho y fuelle, y tiempo después regresó con un tema compuesto al calor de aquella afrenta: "El Corregido", un merengue en el que ajustaba cuentas a su manera:


“Andrés Blanchar me corrigió…

ahora quiero que me corrija la nota mía…”



Sin proponérselo, Andrés Blanchar se convirtió en parte del repertorio vallenato. Su crítica fue el disparador de una obra inmortal, y su nombre quedó grabado no como rival, sino como chispa que encendió la llama de uno de los grandes.


Un linaje entre el comercio y el canto


Así se cruzan las rutas de esta familia: José Eduardo Laborde Ariza, el comerciante que trajo el acordeón sin tocarlo, y Andrés Blanchar, el ejecutante que no lo vendía, pero lo tocaba con juicio. Ambos llevan en las venas la herencia de Santiago Blanchar y Margarita Arredondo, pioneros de una familia que marcó el ritmo del Caribe no solo con mercancías, sino con memoria, oído y temperamento.


Uno hizo posible que el acordeón llegara. El otro, que se respetara.


En la historia del vallenato —tan llena de juglares, piquerias y cantos al amor perdido— hay un rincón especial para los que no se suben a la tarima, pero sin ellos la tarima no existiría. Ese es el rincón donde la historia guarda a los Blanchar, con su mezcla de comercio, música y carácter.

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