El Cercado… de agua pintada

 


(Narrada por Efraín, en la plaza de Fonseca, frente a Enrique Marulanda, Chago Pérez, El Oso y Ñoñi)


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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


La tarde estaba tan caliente que el aire parecía hervir sobre las tejas. Los perros, más sabios que nosotros, se tiraban bajo la sombra ancha de los almendros, bien lejos del calor que soltaban las motos recién apagadas.


Enrique Marulanda se acomodaba el sombrero hasta las cejas; Chago Pérez jugaba con el humo del tabaco como si estuviera mandando señales a alguien en el cerro; El Oso, callado, acariciaba el fuelle dormido de su acordeón; y Ñoñi, con su sombrero más viejo que las promesas de campaña, espantaba las moscas con una mano y con la otra sostenía un totumo de guarapo.


Yo llegué con la lata bajo el brazo y esa sonrisa que anuncia cuento. Me planté frente a ellos y solté:


—Ajá, mis compadres… hoy vengo a contarles del elefante blanco más grande que han visto estos ojos: la represa El Cercado del río Ranchería.


Enrique alzó la ceja, curioso.

—¿La del agua que nunca baja?


—¡Esa misma! —seguí yo—. Costó más de 650 mil millones de pesos. La hicieron entre 2006 y 2010, con bombos, platillos y promesas de oro: que nos daría agua pa’ beber, regar los cultivos y hasta luz eléctrica. Pero, óiganme bien… ¡no hicieron ni los canales pa’ que el agua llegara a los pueblos! Ni distritos de riego, ni conexiones a acueductos, ni una sola turbina funcionando. Es como construir un corral sin puerta y decir que ahí van a meter las vacas.


Chago soltó una risa de esas que cortan.

—Eso es como colgar un retrato del mar en la sala… y pretender que te moje los pies.


Ñoñi, sin soltar el totumo, le echó más picante:

—¡Eso quedó más seco que corazón de viuda alegre!


El Oso, que casi nunca habla, dejó de acariciar el acordeón y dijo grave:

—Y mientras tanto, la gente sigue cargando agua en baldes, como si viviéramos en el siglo pasado.


Yo asentí, porque esa era la verdad que dolía.

—Ahí está la represa, altiva, vigilando el río, pero guardando el agua como si fuera joya. Y nosotros, sedientos, viendo pasar el tiempo y la plata. Porque el agua que prometieron nunca llegó… pero la cuenta, esa sí llegó clarita.


Chago, con su sarcasmo de siempre, remató:

—Deberían cobrar entrada, Efraín. “Bienvenidos al Museo Nacional del Derroche Público”.


Nos reímos todos, pero no era una risa alegre. Era la carcajada amarga del que ya sabe que, en esta tierra, los elefantes blancos no se ven en el zoológico… se ven en las licitaciones.


El sol empezó a caer detrás de los cerros, y las sombras de los almendros se alargaron sobre la plaza. Los perros ni se movieron. Tal vez sabían, como nosotros, que en La Guajira hay presas que guardan agua… pero no guardan vergüenza.

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