EL VIEJO MILE Y LAS MUJERES

hoyennoticia.com, EL VIEJO MILE Y LAS MUJERES
COLUMNISTA
 

HERNAN BAQUERO BRACHO

La historia contada por mi primo Emiliano Zuleta Baquero, en Urumita, en el año de 1996, cuando estaba muy enamorado de una de sus nietas, en la casa con Ana, la mujer que cerró sus ojos: “Mi mamá no aceptaba que yo peleara. Los muchachos trompeaban mucho pero mi mamá no me dejaba. Por eso fui cobarde. Y en asuntos de mujeres, adónde. Primero, que no habían mujeres. Segundo, que uno no podía hacer nada porque vivía frenado por su mamá. Más tiempo pasaba uno con animales que con mujeres. Una vez hablé con un compañero que había probado mujer y le dije:

-Compadre, yo no sé a qué sabe una mujer.

Él me dijo: -Yo lo voy a llevar a un sitio donde hay una, pero cobra.

-Ajá, ¿y cuánto cobra?

-Dos centavos.

Dos centavos era plata. Pues yo di y di hasta que le pude tumbar los dos centavos a la abuela Santa, que vendía carne y cargaba unos bolsillones en las polleras, donde guardaba el sencillo. De ahí le robé los dos centavos. Esa noche nos fuimos con el compadre para donde la mujer pero aquello fue muy rápido. Le di los dos centavos y cuando me monté a hacerle el amor, me desocupé de inmediato. Qué susto, qué vergüenza. Sentí que había quedado mal con ella.

Pasó el tiempo para que llegara la segunda. Vea, yo me he enamorado bastantes veces. He tenido seis hogares y mujeres por la calle. He dejado hijos por todas partes. Antes no ha¬bía respeto. Un hombre preñaba a una mujer y si el hombre decía que ese hijo no era de él, pues no lo era. La mujer no tenía apoyo de ninguna ley o persona. El hombre era dios.

Cuando hago cuentas, calculo que he tenido en la vida cómo setenta mujeres. Fui muy enamorado. Terrible fui. Una vez, ya siendo músico, me saqué cinco muchachas en una sola no¬che. Y a todas les cumplí. Entre más lo hacía, más quería. Fui un tipo sabroso. La que caía conmigo, seguía cayendo.

La primera mujer que vivió conmigo se llamaba Pule Mue¬gues, después me acuerdo que tuve una Agüeda Jiménez, después Petronila Balcázar, luego tuve una Celedón, luego una Ve¬ga, tuve una Fuentes, una Araujo, otra que se llamaba Neftalí, también Federica, bueno, así, unas setenta. Y yo, a pesar de todo, fui consecuente con ellas. Yo no decía nada. No las di¬vulgaba, que antes eran muchos los hombres que hacían eso: cogían a la mujer y enseguida iban donde el vecino y le con¬taban. Yo no. Si se enteraban no era por mi boca.

 

Pule Muegues, la primera mujer que vivió conmigo, era una morena gustosa y muy coqueta. Me traicionaba. Toda mujer bonita es perseguida de los hombres, a ella no le faltaban enamoraditos que la molestaban y a veces caía. Pero ya teníamos un hijo, Teobaldo, el Beato, y yo la quería mucho. Mi mamá me decía: - Hijo deja esa mujer, esa mujer es mala, esa mujer te comete faltas y yo no hallaba el camino de dejarla.

Mientras vivía con Pule, yo tenía una novia disimulada en Manaure, Cesar. Se llamaba Socorro Zuleta. Hasta prima mía era. Su papá, Rafael Zuleta, también tocaba y tenía plata. Allá me fui a pasar una             Nochebuena. Hicimos un sancocho y nos divertimos. Esa noche un tipo me dice en la fiesta:

-Hombre, Emiliano, por allá arriba vive Carmen Díaz, una muchacha viuda muy simpática de la que estoy enamorado. Quiero que vayamos a ponerle una serenata.

-Como no –le  dije salimos.

Esa madrugada subimos unos hasta la puerta de su casa, le tocamos la serenata mencionando su nombre y todo, aunque ella estaba fundida de sueño, y no salió a apreciarla. Sólo vi¬mos a una prima pero yo quedé con el nombre de Carmen Díaz en la cabeza con la curiosidad de saber si era tan simpática como decían. Al día siguiente me volé de una parranda y me fui para allá    pero solo. La prima me reconoció, la llamó y le preguntó

-Carmen, ¿tú sabes quién es este hombre?

y ella dice: ¬-No, yo no sé.

La prima dice: - Este es Emiliano Zuleta.

- ¿El músico?

- El músico

-Cómo va a ser eso, que yo esté aquí frente a usted. Si yo quería conocerlo, señor, qué tal. Y de una vez nos relacionamos. Ahí me estuve hasta por la noche, y esa misma noche cogimos amores. Al día siguiente me volé otra vez para allá, pero me llevé a un acordeonero ami¬go para que tocara mientras yo gozaba bailando con Carmen. Ella me dio entonces un anillo, para ritualizar nuestro próximo encuentro en pocos días, el 6 de enero en Villanueva.

Así fue. Allá me le aparecí y esa mujer se volvió loca, me presentó a la mamá y al papá, total, armó una fiesta que nos duró tres días. En esos tres días hicimos de todo, menos el amor. Entonces cada vez que iba de El Plan a Caracolí me quedaba en Villanueva, donde Carmen Díaz. Regresaba de Cara-colí a El Plan y pasaba y me quedaba donde Carmen Díaz. Me enamoré tanto de Carmen Díaz, que dejé a Pule.

Carmen sabía bien que yo era parrandero, que tenía mu¬chas novias y amigos. Por eso, cuando empezó a ponerme problemas, yo le canté:

Me le dice a Carmen Díaz

que sufra y tenga paciencia

 porque ella muy bien sabía

que Emiliano es sinvergüenza”.

 

Nuestra vida era pelear, Yo me sentía atrapado. Estaba dis¬puesto a irme pero no quería separarme de mis hijos. Iba a sufrir porque no me los podía llevar. Entonces decidí quitarme la vida. Me tomé un frasquito de exterminio. Enterito. Pero no me hizo nada. Me lo tomé a la par con una cerveza, y nada. No sé qué pasó. Un misterio. Esa noche me metí a un potrero a morirme porque yo decía, seguro que voy a corcovear, a correr de un lado a otro y no quiero que la gente se dé cuen¬ta de eso, sino que me encuentren muerto. Esperé el efecto del veneno y nada. Toda la noche en esas. A las cinco de la mañana tocaron las campanas de la Iglesia y yo me fui, amargado, para la casa. A los tres días, mi hija María fue a visitarnos y yo le conté. Trajeron al médico y él me recetó leche con carbón molido.

Fueron veinte años de una vida de martirio. Los resisto porque yo vivía parrandeando y, entre más parrandeaba, más peleábamos. Carmen no quería que tocara ni que tuviera ami¬gos. Me celaba hasta con los hombres. Y yo, caramba, me había encariñado con nuestros hijos. De pelea en romance tuvi-mos ocho. Pero no teníamos vida. Yo comía, yo vivía con rabia frente a esa mujer imponente que no me dejaba disponer de nada. Ni de mi propia ropa. Ella me la compraba. Y era embustero. Un pantalón costaba cinco pesos y me decía que había pagado diez. Pero yo la cogía en las mentiras y todas esas cositas las fui acumulando. Así que el día que ella menos pen¬só, la abandoné. Después de que se había puesto a decir que no iba a vivir más conmigo, que yo estaba viejo.

La pelea definitiva con Carmen Díaz ocurrió en las si¬guientes fiestas de Santo Tomás en Villanueva, en Febrero. Yo había invitado a Luis Enrique Martínez, que vino con su gru¬po. También mi mamá llegó de El Plan y se quedo en la casa. Carmen Díaz preparó la comida, pero al servir, me puso la co¬mida aparte. A mi mamá no le gustó aquello y protestó. En¬tonces las dos pelearon. Ella insultó a mi mamá y se fue de la casa. La verdad es que a mí me importó poco. Me fui con Luis Enrique para la gallera y en la noche cogí para San Roque, donde me enamoré de una muchacha que se llamaba Yolanda. Co¬mo a los quince días regresé a la casa y al llegar me encontré con Carmen, que también regresaba. Enseguida me dijo:

-Emiliano, ya arrendé casa para nosotros en Valledupar. Creo que si cambiamos de lugar, los dos podremos arreglar nuestra vida.

-No, Carmen -le dije-, te puedes ir tú para el Valle, que yo me quedo aquí. Yo no me voy.

Y ella no lo creyó. Esa noche hablé con el dueño de un ca¬mión para que fuera a la casa por la mañana como a las seis. Lo cargamos todo y nos vinimos. Llegamos a la casa que ha¬bía arrendado en Valledupar, metimos los chismes y le digo:

-Ahora, Carmen, yo me voy.

-¿Te vas, Emilio? ¿No te vas a quedar aquí?

-No, yo me voy de regreso a Villanueva.

Mi hijo Héctor se puso a llorar. -Ay, papá, no te vayas.

No te vayas. A mí me dio dolor y le dije: -No, mijito, vente conmigo. Y se fue conmigo.

Volvimos a hablarnos veintiocho años después, una vez que nuestro hijo Fabio tuvo un accidente y yo fui a su casa Carmen Díaz estaba allá con Héctor. Como encontramos a Fabio bastante bien, nos pusimos fue a parrandear. Tocaba Héctor, tocaba yo, a veces ponían un equipo de sonido. Yo estaba echado en una silla y Carmen me jaló a bailar. Al principio no supe que era ella. Tenía yo los ojos cerrados y los abrí sólo cuando estábamos ya bailando ahí en la sala. Le digo:

-Ve, ¿y tú por qué eres tan atrevida?, ¿por qué me jalaste a bailar a mí?

-No, Emilio, que tal cosa... y continuamos bailando.

Otro día ella se enfermó y vi¬nieron los hijos y me dijeron: ¬Hombre, papá háblale a mi mamá porque se va a morir brava conti¬go, eso es malo, háblale. Enton¬ces fui a su casa, llegué a su ca¬ma, la saludé, le pregunté cómo estaba y así hemos quedado. Yo voy de vez en cuando por allá, porque ella vive con una hija, y cuando voy, me atiende a las mil maravillas. Me dice: - Mi espo¬so, mi esposo tan querido. Sí, tu esposo.

Separarme de Carmen Díaz me convino porque yo vine a hacerme hombre para todas las cosas fue abandonado de ella. Terrible hu¬biera sido dejarla después de viejo. Yo sé por qué lo digo.

El que está en la casa, sabe la gotera que le cae.

La mía fue una vida insignifi¬cante, pero fue la mejor vida que tuve. En aquellos tiempos, con Doña Conchita, no había gas, no había fósforos. No había alu¬minio. Guacoche era el pueblito que producía todos los mate¬riales de cocina. Allá hacían las ollas de barro, la cazuela de barro para las arepas. La parrilla era un machete viejo y do¬blado. Y se acuñaba con piedrecitas. No había platos ni cu¬charas. Sólo una de totumo de palo y una paleta de madera para menear la olla. Había un solo cuchillo para ocho perso¬nas de la casa. Los ocho comíamos con él. Si uno lo necesita¬ba, el otro se lo prestaba. Y así.

Uno vivía conforme con lo que tenía. Hoy los hijos aspiran demasiado. Un muchacho tiene o quiere tener veinte vestidos. Se puede poner tres y cuatro el mismo día. Eso no está bien. Es vanidad. ¿Y por qué? Porque hay plata. Si no la hubiera, aceptarían la vida como antes.

Mis preocupaciones serán cosas de viejo, pero aún regaño a los muchachos. Es que el fundamento de antes ya no es el mismo. A mí me hubiera gustado que mis hijos hubieran salido a mí, juicio¬sos, que ayudaran a la mamá, que hicieran oficio, pero ahora no hay tal. Y eso me molesta. De otro lado, llevo una vida tranquila, no le debo cinco centavos a nadie, no he sufrido mucho y trato de vivir feliz. Me gusta tenerlo todo en regla. Soy minucioso, detallista. Aun¬que cualquier cosita me eleva mentalmente. Esta noche, por ejem¬plo, si recuerdo algo no duermo. Me la paso pensando en lo que ocu¬rrió o en lo que quedó pendiente y no pego ojo.

La vejez es otro tema que me desvela. Desde hace veinte años vivo con Ana, una mujer muy buena. Será, creo yo, mi úl¬tima compañera en este mundo. Nos queremos. No debería en¬tonces tener motivos para sufrir, pero me pongo a pensar en mi vejez y no duermo.

Hace tres años creí morirme. Estuve grave aquí en Valledupar. Estuve cinco días en la clínica y un médico ami¬go me mandó a Medellín a que me pusieran el marcapasos que me ha funcionado bien. No puedo tomar cerveza, no puedo beber aguardiente, no puedo beber sino agua. Ah, y unos cuantos whiskies, con moderación. Yo sé que no voy a durar toda la vida. El marcapasos creo que es por unos diez años y sólo llevo tres. Claro que eso no quiere decir nada. A Carmen Díaz le pusieron uno, también por diez años. Lleva quince y no le ha pasado nada”. Que historia tan espectacular del primo con las mujeres. Dios lo tenga en la gloria celestial.

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