El Chisme que Renunció a Julián
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
En la Escuela Anexa a la Normal de Fonseca, la rutina escolar transcurría con la monotonía de siempre, interrumpida solo por los ecos de las risas de los niños y las campanadas que marcaban los cambios de clase. Pero, detrás de los cuadernos y las pizarras, una historia de amor incipiente empezaba a escribirse en tinta invisible.
Julián Moreno, director de la institución, era un hombre elegante, de modales refinados y porte impecable. Su sola presencia imponía respeto entre los docentes y susurrantes comentarios entre las maestras. Y, aunque su trato era correcto con todos, había alguien en particular que hacía que sus corbatas estuvieran mejor anudadas y que su loción tuviera un poco más de esmero al ser aplicada.
Era una maestra diferente, la hija mayor de un hombre recordado por su integridad, cuya presencia en la escuela era tan esencial como la campana que anunciaba la entrada a clases. Su piel blanca tenía la tersura de un pétalo de magnolia, y su cabello, corto y de un corte refinado, enmarcaba su rostro con la elegancia de un retrato de época. Miel ardía en su mirada, un brillo ámbar que hechizaba y contenía a la vez la dulzura de la tarde y el misterio de una historia nunca contada.
—Esa mujer no camina, flota —decía Miguel Muleth, siempre con su taza de café en mano, reclinándose en la silla de la sala de profesores.
—Y nuestro director no es inmune a su encanto, ¿verdad? —agregó Consuelo Zúñiga, con su característico tono suave, casi imperceptible, pero con un brillo en los ojos que no pasó desapercibido para nadie.
Manuel Esteban Cuello Acosta, que le gustaba meter la cucharada en todas las conversaciones, se sumó con su aire de sabio:
—¡Pero claro! Ustedes no han visto cómo Julián se arregla el nudo de la corbata cuando ella pasa. Parece que lo estuviera ajustando para una misa nupcial.
—¿Y qué tal el perfume? —dijo Emilia Ariza, que estaba al otro lado de la sala, fingiendo no escuchar, pero lo cierto es que no podía dejar de oír—. Cuando él entra a la oficina, el aire queda perfumado con una esencia que ni en las misas del obispo se siente.
—Hombre, yo no sé —intervino Miguel Muleth—, pero si el chisme sigue creciendo, no me sorprendería que el padre del pueblo llegue con un acta de matrimonio en la mano.
Consuelo, con una leve sonrisa en los labios, miró a sus compañeros, dejando escapar un susurro cómplice:
—Bueno, si el rumor no se detiene, será porque algo de verdad debe haber, ¿no? En un pueblo como este, los secretos son como la arena en la playa, siempre salen a la luz...
Fonseca tenía un don especial para convertir un susurro en profecía y una mirada en matrimonio. El rumor no tardó en volverse leyenda. Que Julián y ella se veían en la iglesia de madrugada, que en la biblioteca intercambiaban cartas con tinta invisible, que bajo el viejo almendro del patio habían sellado un pacto de amor eterno. Y lo más increíble: que el obispo ya tenía la fecha del matrimonio grabada en piedra.
La noticia llegó a oídos de Julián mientras revisaba unos informes en su oficina. Miguel Muleth irrumpió sin previo aviso.
—¡Director! No sé si felicitarlo o advertirle que vaya preparando el traje de bodas.
Julián levantó la mirada con la calma de un hombre que no se deja impresionar fácilmente.
—¿De qué hablas, Miguel?
—Pues… de su próximo matrimonio con la maestra. Dicen que la iglesia ya está reservada y que usted está practicando el rosario con fervor.
Julián soltó una carcajada tan fuerte que hizo temblar los papeles sobre su escritorio.
—¡Por Dios, Miguel! ¿Y quién ha tenido la creatividad de inventar semejante disparate?
—Hermano, en Fonseca no hace falta un poeta. Aquí el chisme corre más rápido que un telegrama en día de mercado.
Pero si para Julián todo era una broma, para ella fue una catástrofe. Su honor, su pudor y su fe eran tan inquebrantables como su belleza. La sola idea de que su nombre estuviera en boca de todo el pueblo la atormentaba. Aunque su corazón albergaba un sentimiento secreto, la vergüenza pudo más que cualquier ilusión.
La tarde siguiente, cuando se cruzó con Julián en el pasillo, sus ojos color miel lo evitaron con un destello de tristeza. Él, desconcertado, la alcanzó en la puerta del aula.
—Podemos hablar…
Ella, con una serenidad dolorosa, bajó la mirada.
—No tiene caso, director. Si Dios quiso que todo terminara aquí, será porque así debía ser.
Julián sintió, por primera vez en su vida, que un chisme podía moldear su destino. No pudo luchar contra los susurros en la iglesia, contra las miradas cómplices de los maestros ni contra la decisión inquebrantable de la maestra. Y como para todo hay consuelo, el suyo fue presentar la renuncia.
Días después, con su impecable traje y la frente en alto, Julián se despidió de la Escuela Anexa a la Normal de Fonseca con la misma elegancia con la que había llegado. Y el pueblo, que nunca se cansa de contar historias, aún sigue repitiendo la suya, agregándole, con cada década, nuevos detalles mágicos que ni el mismo Julián reconocería.
No hay comentarios.:
SU OPINIÓN ES MUY IMPORTANTE