El eco de la solidaridad

 

hoyennoticia.com

Por: Wilson Rafael León Blanchar.


En un caserío del Caribe, donde el sol derretía el tiempo sobre las calles polvorientas, vivía don Rafael Gutiérrez con sus tres hijos: Efraín, Carmelo y José Tomás. Hombre de carácter firme y corazón noble, Rafael les repetía con la solemnidad de un viejo profeta:


—Hijos, la vida es un círculo. Lo que damos, vuelve. Nunca olviden visitar a los enfermos y tender la mano al necesitado, porque el destino es un espejo.


Pero sus hijos, con la arrogancia de quien cree que la vida es eterna, ignoraban sus palabras.


—Eso no es nuestro problema, papá —respondían con indiferencia.


El tiempo pasó, implacable. Los muchachos crecieron con corazones duros como el suelo seco del verano. La compasión nunca encontró morada en sus almas. Hasta que un día, el destino, con su cruel sentido de la justicia, les cobró la deuda.


José Tomás, el menor, enfermó de repente. Un mal silencioso lo devoraba desde dentro, consumiéndolo como fuego que se esconde bajo las cenizas. Su cuerpo se debilitaba, la fiebre lo abrazaba como un espectro y su aliento se volvía cada vez más pesado.


Don Rafael, lejos por un viaje, intentó regresar de inmediato, pero la distancia se volvía un enemigo cruel. Efraín y Carmelo, desesperados, buscaron ayuda, pero la respuesta fue el eco de su propio desdén. Nadie acudió. Las puertas del caserío se cerraron una a una, las miradas esquivas hablaban en silencio: "Así como ellos negaron auxilio, hoy el auxilio les es negado".


La casa se llenó de sombras y agonía. José Tomás llamó a su padre con un hilo de voz, pero el viejo no llegó a tiempo. Cuando cruzó el umbral de su hogar, lo encontró inerte, los ojos abiertos en un último ruego que nadie atendió.


Rafael cayó de rodillas, un grito de dolor desgarró la noche. Aferró el cuerpo frío de su hijo y en su llanto se mezclaban el dolor y la certeza de una lección aprendida tarde.


—La vida nos devuelve lo que sembramos… —susurró con voz rota—. Mi hijo nunca supo dar, y cuando necesitó, nadie estuvo para él.


Desde entonces, dicen los más ancianos que en las noches de luna llena, en la casa de los Gutiérrez se escuchan lamentos, susurros entre el viento que advierten a quienes los oyen: “La solidaridad es el único puente que nos salva de la soledad del destino”.

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