Chago Pérez, el Amor y el Jovencito del Catre
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
Una tarde tibia, con la brisa baja que venía del Río Rancherías, Chago Pérez apareció por el parque con ese tumbao de hombre que conoce el campo, el amor y el sabor de una buena cosecha. Lucía su sombrero de fieltro nuevo, camisa bien planchada y las botas recién engrasadas. Se sentó en la banca de siempre, justo cuando Víctor Ñoñi alzaba la voz:
—¡Ajá, Chago! ¿Y ese aire de Romeo costeño qué es?
—No jodan tanto, que estoy enamorao otra vez —soltó Chago, medio sonriendo.
—¿Otra vez? ¿Y cuántos años tiene la víctima? —preguntó Choncha, que ya venía arrastrando el taburete para sentarse al lado de la tertulia.
—Tiene veinte... y pico. Estudia en la universidad. Enfermería, pa' más señas.
—¡Ave María! —dijo La Gillette, echándose aire con una chancleta—. ¿Y qué le viste tú a esa pelaíta?
—Lo que me vio fue ella —dijo Chago, sacando pecho—. Dice que le gusto porque soy distinto, que le gusta cómo hablo, que no soy como los pelaos esos que andan en moto haciendo bulla y sin oficio.
—¿Y tú qué le das? —preguntó Guillermo El Oso, sin rodeos, limpiándose las manos con una servilleta de empanada.
—Le mando algo de la cosecha —contestó Chago, sereno—. Arrocito que vendí en el molino. No mucho... pero suficiente pa' que no esté pasando trabajo.
Todos se miraron. Víctor Ñoñi se inclinó:
—¿Y tú no crees que hay gato encerrado?
—Sí, uno jovencito, flaquito, con cadenas de oro, que siempre está en su casa —intervino Periquito—. ¡Ese pelao no estudia pero sí duerme en el catre de ella!
—¡Joda! ¿Y tú lo sabes? —saltó Choncha.
—¡Claro! Lo vi yo mismo en una videollamada. Ella me colgó rápido, pero no alcanzó a disimular. El man estaba ahí, sin camisa y comiendo espagueti.
—¡Y tú qué hiciste, Chago! —preguntó William La Estrella, bajito pero con picante.
—Nada. ¿Qué voy a hacer? Yo le dije que la quería... y que me avisara cuando necesitara más plata.
—¡Nojoda! —gritaron varios a la vez.
Entonces Efraín El de la Lata soltó un verso entre cuchillo y lata:
"Chago siembra con amor,
le manda arroz y sudor,
pero el que goza el colchón,
es el pelao sin motor."
La risa fue general. Hasta Taparito se agachó de la risa y el sancocho se le quiso salir del fogón.
Enrique Marulanda, con su voz aguda y su estilo burlón, lo remató:
—¡Chago, tú no eres un viejo pendejo! ¡Eres un benefactor rural con corazón universitario!
Chago alzó el vaso de corozo y dijo con dignidad:
—Yo le mando lo mío, y ella me manda besos por nota de voz. No me da pa’l catre… pero me alcanza pa’l alma.
Y así, mientras el sol se escondía detrás del Río Rancherías, el corrillo siguió sonando entre risas, cuentos y ese silencio sabio que dejan las historias cuando son verdad… o al menos, casi.
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