Después del Acordeón, el Juicio del Pueblo

 

hoyennoticia.com


Por: Wilson Rafael León Blanchar.


Terminó la final del Festival de la Leyenda Vallenata 2025. El rey ya tiene corona, pero el acordeón sigue hablando, no en tarima, sino en las voces del pueblo, en los patios de Fonseca, en las tiendas de Valledupar y en los televisores aún tibios por la transmisión en directo. En la edición más comentada de los últimos años, seis finalistas se batieron con fuelle, dedos y alma. Aquí, bajo la lupa de la guasa costeña, va el relato de lo que dejaron en tarima... y en los corazones.


Rodrigo Álvarez Orozco: la perfección que congeló el alma


Desde que apareció en escena, Rodrigo dejó claro que venía con la partitura afilada. Su ejecución fue impecable, digna de museo: cada nota en su sitio, cada aire trabajado con precisión de cirujano. En televisión, su presentación deslumbró. Pero para muchos, su interpretación se sintió más europea que caribeña. “Muy bonito, pero eso no se baila”, dijo un viejo en Guamachal mientras apagaba el televisor. Le sobró academia y le faltó parranda.


Edgardo Bolaño Gnecco: el sabor controlado


Edgardo tocó con el aplomo de quien ha hecho esto mil veces. Su digitación fue limpia como patio recién barrido, y su ritmo, parejo como carreteo en buen día. En la puya se le soltó un galope, sí, pero su forma de tocar enamora por sencilla y honesta. No hizo piruetas, pero sí dejó claro que el vallenato también vive en la serenidad del compás bien llevado.


Jairo Andrés de la Ossa: energía sin freno


El más joven, el más eléctrico, el que parecía tener un rayo metido en los dedos. Jairo fue una explosión de entusiasmo. Su ejecución fue veloz, vibrante, a veces hasta desbordada. En la pantalla, se notaba que le latía el pecho más que el fuelle. Pero esa misma velocidad hizo que algunas notas se le fueran de rumba sin él. Le falta madurar el ritmo, pero talento le sobra como para llenar dos festivales.


Omar “El Zorro” Hernández: el show hecho acordeón


Omar no tocó: actuó. Fue el más histriónico, el que miraba a la cámara con complicidad, el que le hablaba al público con las manos. Su interpretación fue sabrosa, pero en el son y el merengue se le enredaron unos acordes como si la guacharaca tuviera fiebre. Aun así, puso a hablar hasta al jurado más serio. “Ese man vende hasta el silencio”, dijo un parrillero en Valledupar.


Camilo Molina Luna: poesía con fuelle


Camilo llegó como quien llega a recitar. Tocó con sentimiento, con nostalgia, con alma de trovador. Cada nota parecía un suspiro, una carta de amor. Pero ese mismo lirismo se le volvió enemigo en el merengue, donde el ritmo pidió candela y él le respondió con bolero. “Muy bonito, pero se me enfrió el café”, comentó una señora en Barrancas. Poeta del acordeón, sí, pero que no se le olvide que esto también es fiesta.


Iván Zuleta: la leyenda que volvió a rugir


Y llegó Iván, el de los grandes escenarios, el de la dinastía que ha marcado generaciones. Su aparición fue un sacudón de historia viva. Tocó con fuerza, con picardía, con experiencia. Pero también con esa confianza del que ya ha sido grande y no tiene nada que probar. En televisión se le notó el dominio, aunque algunos lo sintieron más pendiente del espectáculo que del rigor. Eso sí, cuando sonó su puya, Valledupar pareció detener el aliento. Iván no vino a ganar un título: vino a recordarle al mundo quién es.


El veredicto del pueblo


El jurado ya hizo lo suyo. Las calificaciones están escritas. Pero en la costa, el verdadero fallo se da después, en la sobremesa, en la guasa, en la memoria. Esta vez ganó el que debía ganar, dicen algunos. Otros aseguran que fue cuestión de décimas. Lo cierto es que cada finalista dejó una huella distinta: unos en el corazón, otros en el oído, y uno que otro en el debate eterno del folclor. Porque en el vallenato, como en la vida, siempre hay quien toque mejor… pero el que hace sentir, ese no se olvida.

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