Entre el deseo de hablar bien y el deber de hablar claro: una reflexión desde La Guajira.
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
La lectura del texto de Martín López González, “Hablar bien de La Guajira o decir la verdad”, ha encendido en mí una reflexión que no es nueva, pero que merece ser dicha una vez más, con la calma y la sinceridad que este territorio exige. En su columna, López se convierte en puente entre dos voces que se han alzado recientemente en torno al mismo dilema: ¿conviene más hablar bien de La Guajira para lavarle el rostro al estigma, o decir la verdad por dura que sea, para limpiar el cuerpo entero?
Por un lado, Luis Guillermo Baquero —con el ímpetu de quien aún camina por los primeros tramos de su vida profesional— nos propone en su artículo “¿Y si habláramos todos en positivo de La Guajira?” un cambio de narrativa: dejar de contarnos desde la carencia para empezar a mostrarnos desde la esperanza. Baquero tiene razón en algo esencial: las palabras no solo nombran lo que somos, también esculpen lo que podríamos llegar a ser. Él nos recuerda que La Guajira tiene mucho para mostrar con orgullo, y que repetir una y otra vez el libreto de la tragedia no nos hace más críticos, sino más insensibles.
Pero también es cierto que toda palabra luminosa que ignore las sombras corre el riesgo de ser percibida como una mentira. Y ahí es donde entra Luis Alfonso Colmenares, con una voz curtida por la experiencia y una mirada sin concesiones. En su artículo “Entre el deseo de hablar bien y la cruda realidad”, nos recuerda que el silencio cómodo —ese que prefiere evitar la incomodidad de las denuncias— es cómplice del deterioro. Su verdad es frontal, sin adornos: no se puede hablar bien de un lugar donde los recursos públicos desaparecen, donde los niños se mueren de hambre y la corrupción se pasea con impunidad por los corredores del poder.
López, en su justa mitad, no escoge bando, sino camino. En su texto “Las ciudades hablan por sí solas”, nos invita a escuchar con atención lo que los pueblos ya nos vienen gritando desde hace tiempo: que La Guajira no necesita que la defiendan con marketing, sino que la cuiden con compromiso. Que no requiere que inventemos historias de éxito, sino que pongamos los ojos —y las manos— en lo que está roto.
Frente a estos tres enfoques, mi posición es clara: La Guajira merece ser amada con valentía, no con diplomacia. Y el amor valiente no silencia, no adorna, no maquilla. El amor valiente denuncia, limpia, exige, transforma. Hablar bien, sí, pero nunca a costa de callar lo que duele. Porque de nada sirve cantar lo bello de esta tierra si no tenemos el coraje de barrer la basura que cada día amenaza su dignidad.
La Guajira no es un producto turístico, es un territorio sagrado. Es más que una marca, es una herida abierta que aún sangra por la desidia. Por eso, la tarea no es solo cambiar el relato: es cambiar la realidad. Y eso solo se logra con palabra clara, con denuncia justa, y con acciones verdaderas.
Celebro la propuesta de Baquero de construir desde el orgullo, pero ese orgullo debe ser limpio, debe ganarse. Coincido con Colmenares en que no se puede hablar en positivo mientras la corrupción ahoga a nuestra gente. Y aplaudo la mirada equilibrada de López, porque no renuncia ni a la esperanza ni a la verdad.
Yo también creo que La Guajira necesita voces que propongan, pero también que señalen. Jóvenes que no le tengan miedo al conflicto y adultos que no se cansen de insistir. Porque si seguimos hablando bien sin hablar claro, llegará el día en que nuestras palabras ya no tengan quién las escuche.
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