Relato: Caminos hasta la Sierra Nevada.

 

hoyennoticia.com

Por Wilson Rafael León Blanchar.


Fue un domingo cualquiera cuando Efraín, Choncha, Emerson y Agustín Pitre decidieron dejar el sopor de Alta Prado y emprender un viaje espiritual hacia la Sierra Nevada de Santa Marta. No iban buscando oro, ni aventuras, ni fotos pa’l Instagram: iban a aprender, a escuchar y a ver con otros ojos lo que sus abuelos alguna vez llamaron la casa del mundo.


Salieron por la vía de San Juan del Cesar, dejando atrás el verde reverdecido de Fonseca y cruzando el corazón del Cesar hasta llegar a Valledupar. Desde allí, tomaron el camino que serpentea hasta Pueblo Bello, entrada mayor al mundo arhuaco y sede cercana a Nabusímake, el corazón espiritual de esa etnia ancestral.


—Aquí sí se siente uno como si el alma se lavara sola —dijo Agustín, desabrochándose la camisa y soltando un suspiro que venía desde el tuétano.


En Nabusímake, donde los árboles parecen hablar en lengua ikʉ y el viento lleva mensajes del pasado, fueron recibidos por un mamo y una saga, guardianes del equilibrio del universo. Les explicaron que el pueblo arhuaco no solo cultiva papa y maíz, sino también sabiduría, recogida desde hace siglos como si fuera la flor más delicada.


El mamo les mostró el poporo, ese pequeño receptáculo sagrado que los hombres usan para meditar, conversar y recordar. Emerson, que era más hablador que lorito en fiesta, por primera vez se quedó callado, hipnotizado por la solemnidad del acto. La saga, con ojos serenos, les ofreció un pagamento: una ofrenda hecha con hojas, algodón y palabras invisibles, para que los forasteros pudieran entrar en armonía.


—Aquí no se entra solo con los pies —dijo la mujer—, se entra con respeto y silencio.


Siguieron camino hacia Tezhumake, territorio wiwa, bajando por las veredas donde el río Guatapurí canta bajito. Allí, Agustín tuvo un momento de esos que se graban en el corazón sin que nadie lo note. Una joven wiwa le regaló una flor silvestre y bajó la mirada. Él no dijo nada, pero más tarde, en su libreta de décimas, escribió:


“Entre la niebla sagrada

una flor me dio la sierra,

y aunque el alma se me encierra

por no hablar su madrugada,

quedó su mirada anclada

en mi canto de aguacero.

No la toqué, compañero,

ni le dije lo que siento;

solo guardé el pensamiento

como un relicario entero.”


Después llegaron a Seywiaka, territorio kogui, siguiendo los consejos de un campesino que les indicó el desvío exacto. Allá, los koguis hablaban en voz baja, en su lengua kogui, como si el aire los oyera todo el tiempo. Un joven les explicó que para su gente, los hermanos menores —como ellos— tienen que desaprender antes de aprender.


Y por último, arribaron a Atánquez, uno de los pueblos donde vive el pueblo kankuamo, quienes han resistido con coraje el olvido y están recuperando su idioma ancestral. Allí fueron recibidos con café caliente y panes dulces. Una anciana les habló de los tiempos del silencio, cuando ser indígena era esconderse, y de cómo ahora levantan la frente con fuerza.


—Nos quitaron la lengua, pero no el corazón —dijo la mujer, mientras tejía un tapiz lleno de símbolos antiguos.


Al final del viaje, en una noche clara, durmieron en hamacas cerca del río Badillo. El cielo parecía más cerca y el mundo más antiguo. Efraín sacó su lata y su cuchillo, pero esta vez no tocó ninguna canción. Solo murmuró:


—Yo creía que venía a conocer, pero vine fue a recordar lo que uno lleva en el alma y había olvidado.


Y así regresaron a Fonseca, no como turistas, sino como aprendices. Sin fotos, pero con los ojos llenos. Sin souvenirs, pero con el espíritu lleno de flores, cantos, hojas y silencio.

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