El día que el diablo llegó a Fonseca con un acordeón terciado.
Por: Wilson Rafael León Blanchar
En Fonseca, donde el calor se pega como garrapata en oreja e’ burro, corría la brisa del mediodía cuando la noticia se regó más rápido que chisme en fila de mototaxistas: un forastero había llegado al pueblo con un acordeón terciado y la mirada como si viniera de allá mismito... del más allá.
Los viejos del pueblo, sentados en la sombra del kiosco, mascaban tabaco con escepticismo, pero en el billar de Martín, en plena calle de los Higuitos y diagonal a la casa de Enrique Marulanda, la cosa se puso sabrosa.
Allí estaban todos: Choncha dándole a los timbales con alegría carnavalera; La Gillette vendiendo su lotería con la navaja asomada; Guillermo el Oso tragando empanadas como si fueran oxígeno; y Chago Pérez, flaco como sardina, enamorando con cuentos y con la misma voz con la que engañaba muchachas en tiempos de cosecha.
El forastero se paró firme. Tenía unos ojos más raros que vaca en azotea y hablaba con un tono seco, medio burlón.
“Dicen que ese man viene del Cesar, pero que pasó por el infierno primero a afinar el fuelle”, soltó Changa, riéndose con su pañuelo blanco en la mano.
—¡Ten cuidao, que por ahí anda el diablo en alpargatas! —murmuró Taparito, mientras encendía el cigarro con los nervios de punta.
El hombre sacó el acordeón. Viejo, rajado, y con olor a azufre. Empezó a tocar un merengue tan bravo que Kiko Toncel se dejó caer la cerveza en el pantalón.
“¡Eso no lo toca cualquiera! Ese viene untado…”, dijo William la Estrella, que ya venía oliéndose algo raro desde la esquina.
De repente, apareció Luis Pitre, con su sombrero bien puesto y su acordeón Colchón terciado al pecho. Dicen que venía de tocar con Luis Enrique Martínez, y que el acordeón no era instrumento sino corazón.
—¿Usted quiere medir fuerzas conmigo? —preguntó Luis, calmado como brisa de enero.
El forastero sonrió, mostrando unos dientes que parecían limados a lima e’ herrero.
Carlos Huerta, guitarrista y compositor, se sentó en una silla de madera, afinó su guitarra y dijo sin mirar a nadie:
—Esto va a estar bueno… como buscar totuma e’ agua en charco seco.
Y empezó la sabrosura:
Una piqueria instrumental donde cada nota era un machetazo en la arena. El acordeón de Luis Pitre hablaba; contaba las penas de un campesino y las alegrías de un baile en la plaza. El del forastero parecía rugir como si viniera con las penas de los condenados.
Pero en el billar de Martín, Fonseca se jugaba su alma.
Víctor Ñoñi anotaba mentalmente cada frase musical, como buen defensor del folclor.
Jolón soltó un “¡Ajá!” que hizo brincar a Zapurro, mientras Tabaquito decía que él ya lo había soñado:
—“¡Ese hombre es el mismísimo diablo con acordeón!”
—¡No seas tan coña’e madre! —le gritó Lucho Beba, riéndose—, que uno también tiene su corazoncito pa’ asustarse.
Cuando terminó la tanda, el acordeón del forastero soltó un silbido como si lo hubieran exorcizado. El hombre se quedó en silencio, sudando como burro e’ carga.
Luis Pitre no dijo ni mú. Solo guardó su acordeón, miró al cielo, y se fue caminando como quien ya ha vencido demonios antes.
Desde entonces, en Fonseca, cuando suena un acordeón que revuelve el alma, siempre hay uno que dice:
—Ese suena como el día que Luis Pitre tocó con el diablo… y lo hizo bajar la cabeza en el billar de Martín.
Y así quedó en la memoria colectiva: que un día el diablo vino a retar el folclor, y se fue más seco que lengua e’ loro.
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