Cuando me quité la envidia, me quedé sabroso
Fonseca, años 70. Crónica de un despertar con suero y sin culpa.
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Por: Wilson Rafael León Blanchar
En los años setenta, cuando Fonseca todavía olía a tierra mojada y el viento bajaba del cerro con acento de acordeón, había mañanas que se escribían solas. El sol había trepado ya por los tejados, las calles seguían sin pavimentar y la sombra del almendro en la esquina del billar de Machado era más fiel que la misa del domingo.
Esa mañana estaban allí los sospechosos de siempre:
Chago Pérez, pelando mango pintón con su cuchillo Opinel;
La Gillette, vendiendo chance y cuentos mientras se limaba las uñas con una moneda pulida;
Choncha, calentando los cueros de su tambor con un candil;
y William La Estrella, cepillando las plumas de su gallo “Relámpago” como si fuera un artista de gira.
De un radio transistor, colocado sobre una banca, salía con voz firme pero dolida Jorge Oñate, acompañado del acordeón de Miguel López, interpretando una joya que parecía haber sido escrita para ese día:
“Nuestro nido de amor… se está cayendo…”
Y justo cuando la canción hacía temblar el alma de los presentes, apareció Kiko Toncel, más redondo que de costumbre, con guayabera blanca y alpargatas nuevas. Saludó con su clásico “¡Cómo está mi gente!” y, sin quitarse el sombrero, soltó como quien lanza una confesión en la plaza pública:
—Soy feliz porque eliminé de mi vida la envidia. Hago con el ahora lo que quiero… ¡y amo profundamente!
Hubo un breve silencio. Hasta el gallo de William dejó de picotear la tierra.
—¿Y a este qué le dio? —dijo Chago—. ¿Será que se leyó la Biblia de atrás pa’lante o se tomó una agüita de lengua de suegra?
—Habla claro, Kiko —saltó Choncha—. ¿Te levantaste filosófico o es que te dejaron sin arroz y te dio por pensar?
Kiko se sentó con ceremonia. Sacó de su talego un pedazo de queso costeño, un bollo limpio aún tibio, y un totumo con guarapo fresco.
—No, compadres. Es que me cansé de andar mirando pa’l rancho ajeno. Que si el otro tiene tierra, que si la mujer del vecino es más joven, que si fulano tiene zapatos nuevos... ¡Ya no! Le puse candado a la envidia y tiré la llave al jagüey.
La Gillette se le quedó mirando, sonrió con esa picardía suya, y dijo:
—Eso es lo que se llama limpieza de espíritu con suero costeño. ¡Buen provecho, compadre!
William La Estrella, con solemnidad de maestro jubilado, sentenció:
—Eso merece escribirse con tiza en la pared de la escuela vieja: “La felicidad no tiene espejo ajeno.”
Entonces llegó Jolón, con aliento a chirrinche y la camisa más abierta que el alma de un enamorado. Escuchó en silencio y luego brindó con un trago imaginario:
—¡Por los que dejaron de envidiar y se quedaron sabrosos, con bollo, barriga y dignidad!
Y como si la escena necesitara firma final, desde adentro del billar Machado gritó:
—¡Ten cuidao, Kiko, que la envidia es como culebra muda: uno cree que se fue… y te muerde cuando estás de espaldas!
La carcajada fue tan fuerte que espantó una bandada de palomas que llegaron al vecindario desde la casa de Cicerón . Y mientras el bollo pasaba de mano en mano y el guarapo se compartía como secreto de abuela, Jorge Oñate seguía sonando en el fondo, cantando:
“Nuestro nido de amor… se está cayendo…”
Pero el de Kiko, el suyo, apenas empezaba a levantarse…
sin envidia, pero con todo el sabor de vivir sabroso en cuerpo ajeno, alma propia y calle sin pavimentar.
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