Anécdota fonsequera: El enfriador de Enricón

 

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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


—Tú te acuerdas de Enricón, ¿verdad? —preguntó Efraín, el de la lata, mientras raspaba con su cuchillo el borde metálico, como quien prepara el fondo pa’ soltar un canto.


Era mediodía en Fonseca y el sol no daba tregua. Bajo la sombra generosa del árbol de caucho que estaba frente al negocio de Jacinto 'Chinto' manjarrés, estaban sentados Choncha, Cupano, Modesto y el propio Efraín, hablando como se habla en tierra caliente: entre cuentos, risas y aguardiente.


—¡Cómo no me voy a acordar de ese loco sabroso! —respondió Choncha—. Ese tenía un enfriador amarillo, de seis puertas, que parecía más grande que el mismo cuarto de su mamá. Lo llenaba todito de pescado: bocachico, mojarra, bonito, cojinúa, sierra... y hasta bagre, que traía cuando el Ranchería se ponía regalón.


—Eso lo aprendió de nuestro papá, Dolorito González —metió la cucharada Modesto—. Ese sí era pescador!. Nadie conocía las aguas del Ranchería como él. Con su atarraya vieja y su totuma en el cinto, salía antes del alba y regresaba cargado de historia y pescado fresco.


—Enricón heredó el arte, pero también una maña —dijo Cupano, con su sonrisa de caramelo pringado—. Cuando terminaba de vender el último kilo de pescado, mandaba a buscar un litro de aguardiente o un chirrinche del bueno, de esos que bajan suave pero suben rápido.


—¡Y ahí empezaba la rumba solitaria! —agregó Efraín—. Ese hombre podía durar tres, cuatro días tomando sin parar. Se ponía su sombrero viejo, subía el volumen al radio y se iba en vallenato puro, como si tuviera parranda con los Zuleta.


—Pero lo más loco era cuando se metía en el enfriador vacío —dijo Choncha, soltando una carcajada—. Decía que el calor del ron se le subía a la cabeza, y que solo metiéndose en el frío se le bajaba el fuego.


—¡Carajo! Uno abría pa’ sacar un hielo y lo que encontraba era a Enricón temblando adentro, como si estuviera en una nevera de carnicería —soltó Modesto.


—Y gritaba: “¡Aquí me congelo pa’ no derretirme!” —remató Cupano, imitando su voz ronca.


Pero una noche, el juego le salió caro. Se metió en el enfriador con el cuerpo empapado en sudor y el alma revuelta en trago. Amaneció allá, con el pecho apretado, la tos seca, y la mirada ida. Le dio una pulmonía que lo llevó derechito al otro mundo, sin más cuentos.


El silencio se apoderó un instante del grupo. Hasta el cuchillo de Efraín dejó de sonar.


—Lo enterramos con la misma camisa que usaba pa’ vender pescado —dijo Choncha—. Y la gente llegó de todos los rincones: compradores, pescadores, y hasta los vendedores de hielo.


—Dicen que ese día el río bajó más claro —murmuró Modesto—. Como si el Ranchería supiera que uno de sus hijos se había ido.


—¡Salud por Enricón! —brindó Efraín, alzando su vasito plástico—. Que allá donde esté tenga trago frío, pescado fresco y música de Emiliano sonando sin parar.


Moraleja (como diría Toño el Loco mientras remacha unas guaireñas):

“El frío no cura el fuego del ron, pero la amistad sí abriga el alma cuando el cuerpo ya no da más.”

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