La Fénix del Caribe
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Por: Wilson Rafael León Blanchar
Riohacha siempre fue una ciudad tentadora, como un cofre de perlas brillando en la arena. Desde el siglo XVI, sus riquezas atrajeron tanto a corsarios europeos como a piratas caribeños que, en su ambición, la vieron más como botín que como ciudad.
El primero en ponerla a prueba fue Francis Drake, aquel inglés que venía con patente de corso y fuego en los ojos. Sus hombres desembarcaron con furia, desatando saqueos que pretendían doblegar el espíritu de sus habitantes. Sin embargo, los riohacheros resistieron con una mezcla de miedo y coraje, escondiendo sus tesoros y levantándose de las cenizas una y otra vez.
En 1769, la ciudad de Riohacha ardió en llamas no por obra de corsarios extranjeros, sino por la furia de los Wayúu, que se alzaron en una de las rebeliones indígenas más grandes del Caribe colonial. Armados con caballos y fusiles que obtenían del comercio con holandeses e ingleses, los clanes wayúu incendiaron casas, derribaron estandartes españoles y demostraron que ni el ejército de Su Majestad podía someterlos del todo. Aquella jornada de fuego no solo redujo a cenizas parte de la ciudad, sino que dejó grabada en la memoria de Riohacha la certeza de que, entre el mar y el desierto, había un pueblo indómito que desafiaba tanto a la Corona como a los corsarios.
Más tarde llegarían los franceses, comandados por Jean Bernard Desjean, barón de Pointis, y también los holandeses, envalentonados por las rutas comerciales del Caribe. Cada ataque repetía la misma escena: fuego devorando casas, templos reducidos a cenizas, gritos mezclados con el humo del saqueo.
Y sin embargo, Riohacha nunca se rindió. Su pueblo se levantaba con más brío después de cada incendio. Las mujeres, guardianas de los patios y de la memoria, levantaban paredes nuevas mientras los hombres se organizaban en milicias improvisadas. Entre todos lograron hacer de la resistencia un estilo de vida.
De ahí el apodo que aún hoy retumba con orgullo: la Fénix del Caribe. Porque como el ave mítica, Riohacha renació una y otra vez de sus cenizas, más altiva, más resiliente y más decidida a que nadie borrara su nombre del mapa.
Hoy, cuando el viento del mar se lleva la brisa de sal por las calles, aún parece escucharse el eco de aquellos días de asedio. Pero la ciudad, orgullosa, sonríe desde su resurrección eterna, sabiendo que la historia quiso probarla con fuego… y el fuego nunca pudo vencerla.
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