El Asado del Susto en el Río Ancho

 

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Por Wilson Rafael Léon Blanchar


El plan parecía redondo como el mismo neumático que nos traería el susto: salir de Riohacha, respirar aire fresco, bañarnos un rato y, sobre todo, disfrutar de un buen asado a la orilla del Río Ancho. Íbamos en caravana: mi compadre Próspero Pacheco, su esposa Juanita Ospino y su sobrina en el carro de él, conducido por Eliezer; y yo detrás, en mi propio vehículo con Erica Alejandra, Eduar Rafael y mí esposa.



El ambiente estaba de fiesta. Armamos la parrilla, el carbón chisporroteaba, la carne se doraba despacito y los chorizos daban brincos como si también tuvieran vida. Juanita, entre volteo y volteo de tortilla, le echaba sal al asado y de paso un regaño a Próspero, que se limitaba a sonreír. El humo subía mezclándose con el olor a leña y el rumor manso del río.



Hasta ahí todo iba de maravilla, pero la sobrina de mi compadre encontró un neumático inflado y, con esa alegría imprudente que tienen los muchachos, lo lanzó al agua.


—¡Vamos, Erica, súbete! —le dijo a mi hija, y antes de que yo pudiera abrir la boca, ya estaban las dos montadas, felices como si el río fuera un parque de diversiones.



Al principio parecía un juego, pero el agua empezó a crecer como un animal despertando de mal genio. La corriente se apoderó del caucho y, en cuestión de segundos, lo arrastraba con fuerza. Yo, desde mi orilla, quedé paralizado, impotente, viendo cómo mis gritos se los llevaba el viento.



Entonces apareció Eliezer, que por fortuna estaba en la orilla contraria. Apenas escuchó los alaridos, se lanzó al agua sin pensarlo dos veces. Nadó contra la corriente, se golpeó con las piedras, pero llegó hasta el neumático y abrazó a las niñas con fuerza. Yo, desde donde estaba, sólo podía rezar y sudar frío, porque de mis manos no dependía salvarlas.



Con un esfuerzo sobrehumano, Eliezer las llevó hasta su lado de la ribera. Exhausto, pero con la determinación de un héroe, tomó a las dos niñas de la mano, subió con ellas por la cuesta empinada hasta la carretera, y cruzó el puente que unía ambas orillas. Minutos después apareció frente a nosotros, empapado, con el pecho agitado y la sonrisa de quien acaba de pelear con la muerte y salir ganando.



Juanita corrió a abrazar a la sobrina, mi esposa tomó a Erica Alejandra temblando de miedo, y yo apenas pude balbucear un “gracias” que salió más como un suspiro de alivio. El compadre Próspero, con los ojos húmedos, se persignó tres veces prometiendo que nunca más volvería a tentar a la suerte del río.



El asado, mientras tanto, había quedado medio crudo, las brasas casi apagadas y los chorizos ennegrecidos por el descuido. Pero nadie tuvo ganas de volver a probar bocado. Recogimos todo a la carrera, con la certeza de que esa carne se había sazonado más de susto que de sal.



Regresamos a Riohacha en silencio, cada quien rumiando el miedo. Ya en casa, entre risas nerviosas, alguien comentó:


—¡Ese asado terminó sabiendo más a río que a carne!



Y así quedó la anécdota, como tragicomedia de domingo: el día en que el Río Ancho quiso llevarse a las niñas, y un conductor convertido en héroe cruzó un puente con la vida entre sus brazos.

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