El Congreso de los Fonsequeros por la Paz de Gaza
Por: Wilson Rafael León Blanchar
Dicen que aquel mediodía en el billar de Machado, en la calle de los Higuitos, el calor era tan bravo que hasta los tableros de dominó sudaban aceite. Allí, reunidos los fonsequeros de siempre, se dispusieron a resolver —sin Naciones Unidas ni intermediarios— el conflicto de Gaza, que desde hacía días los tenía con los nervios ardiendo.
—¡Esto hay que arreglarlo, carajo! —gritó Enrique Marulanda, con esa voz aguda que atravesaba las paredes como silbido de tren.
—¿Y cómo? —replicó Chago Pérez, lanzando una mula en el dominó—. ¡Si allá los que mandan se pelean por quién mata con más elegancia!
—Eso no es guerra —opinó Ñoñi, acomodando su sombrero—, eso es un teatro sin libreto, donde los actores se hacen los santos después de quemar el escenario.
El Oso, con la boca llena de butifarra, golpeó la mesa y soltó una carcajada de trueno:
—¡Ahora resulta que Trump es el bueno del paseo! Ese sí que sabe hacerse el pacifista después de vender todas las balas.
El billar se llenó de risas y humo de tabaco. Choncha, con su timbal, marcaba el compás del debate como si fuera cumbia diplomática. Gillette, que no perdía oportunidad de vender algo, ofrecía papeletas con el número de la paz: “¡el 777, garantía celestial!”.
Taparito, el político del pueblo, se subió en una silla como si fuera podio de Naciones Unidas.
—¡Compañeros! —dijo con solemnidad fingida—. Propongo que Fonseca envíe una comisión humanitaria. Chu Torres tocará el himno con su acordeón, y Pereré llevará el camión con ayuda. Eso sí: la gasolina la pone el alcalde.
Todos aplaudieron, menos Tabaquito, que mascaba calilla con escepticismo.
—Eso no va a servir —dijo—. Los de arriba siempre se lavan las manos con la sangre de los de abajo.
Entonces intervino Efraín, el de la lata, que comenzó a marcar ritmo con su cuchara y cuchillo.
—Oigan —dijo con su tonada de trovador urbano—, si el mundo está tan loco, propongo que mandemos a Changa de mediador. Ese sí sabe convencer: una sonrisa, un cuento y se acaban los bombazos.
Changa, que andaba con su pañuelo blanco y su humor de relámpago, se rió tanto que casi se le cae la silla:
—¡Carajo, si yo voy allá, los pongo a bailar vallenato antes que sigan tirando misiles!
El ambiente se volvió de verbena. Kiko Toncel, Escupe Lejos y el Oso ensayaban discursos para los noticieros internacionales, mientras Mita Coco recitaba versos de amor por la paz y Zapurro, siempre más cansón que carpintero sin martillo, pedía orden para hablar.
En eso, una corriente de viento entró al billar, levantando el polvo del suelo. La luz cambió de tono y todos sintieron que algo sobrenatural se avecinaba. Sobre la mesa de dominó apareció una paloma blanca con el pico chamuscado. Se posó junto al vaso de Jolón y soltó un gemido que pareció venir de más allá del Mediterráneo.
El silencio fue total. Solo se escuchaba el goteo lento de una cerveza mal cerrada.
—Esa paloma —murmuró Ñoñi— viene del desierto… trae el mensaje de los que ya no pueden hablar.
Marulanda, con solemnidad de poeta loco, se levantó y declaró:
—En nombre de Fonseca, declaramos que la paz no se negocia entre los poderosos, sino entre los vivos y los muertos que todavía esperan justicia.
La paloma dio un aleteo suave, dejó caer una pluma y se desvaneció en el aire como humo de vela. Nadie volvió a tocar el dominó. En el pueblo se dijo que, desde ese día, cada vez que el Oso se reía, se escuchaba al fondo el eco de una bomba lejana; pero también, mezclado con él, el murmullo de una esperanza que ni los misiles pudieron callar.
Y así quedó registrado en los dichos de Fonseca:
“Más falso que político en misión de paz,
pero más eterno que el canto del pueblo que no se deja matar”
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