El Gran Rebullicio de la Fénix del Caribe
Por: Wilson Rafael León Blanchar
Aquel domingo caluroso de octubre, cuando el sol de las diez parecía derretir hasta los letreros de tránsito, un grupo de fonsequeros ilustres decidió “turistear” por Riohacha. Salimos desde la bomba de los Peralta a eso de las nueve de la mañana, en la camioneta de Enrique Marulanda, que manejaba con su voz aguda dando órdenes como si fuera guía espiritual y chofer a la vez.
—¡Vamos a conocer la capital, señores! —gritó William “La Estrella”, colgado por la ventanilla—. Dicen que allá todo está modernizado.
Chago Pérez, siempre con su tono burlón, le respondió:
—Modernizado no sé, pero sí revuelto. En Riohacha el orden se jubiló y nadie le consiguió reemplazo.
Viajamos con la Yeya, Vira Tiempla y Periquito. En la parte de atrás iban las neveras de icopor con agua, pan de yuca y butifarras. Todo indicaba que sería un paseo tranquilo... hasta que llegamos.
Enrique parqueó frente al parque Padilla, y de inmediato se nos vino encima una ráfaga de imágenes que parecían de una novela de realismo mágico sin editar: ropa tendida entre los árboles, cartones en los pasillos del parque y un grupo de niños jugando con el agua que caía del monumento.
—¡Ave María! —dijo la Yeya—, esto parece una invasión cultural. Aquí cada quien vive su propia república.
William, sin perder su humor, añadió:
—¡Es el nuevo modelo de vivienda abierta! Sin servicios, pero con vista al poder.
Seguimos caminando hacia el mercado viejo, y el olor a pescado, gasolina y fritanga nos golpeó de frente. Los vendedores ocupaban toda la vía, y una carretilla bloqueaba el paso con un letrero que decía: “NO SE ACEPTA FIADO, NI POLICÍAS”.
—Aquí la autoridad pasa, pero no se queda —dijo Chago Pérez, mientras esquivaba una bicicleta cargada con un marrano amarrado al manubrio.
Vira Tiempla, con las manos en la cintura, exclamó:
—Si los santos del cielo bajaran por aquí, vuelven pa’ arriba pidiendo traslado. Esto no es mercado, ¡es una romería sin misa!
Más allá, en la Laguna Salada, un grupo de muchachos inhalaba pegamento mientras otro se bañaba en el agua turbia. Enrique, que siempre encontraba humor hasta en la tragedia, comentó:
—Parece que la laguna ahora sirve de spa, pero sin cloro ni conciencia.
Periquito, que tomaba fotos con su celular, se quedó mirando los huecos de las calles. Algunos estaban tan hondos que parecían minas abandonadas.
—¡Mira eso! —dijo—. Si me caigo ahí, termino en Venezuela.
Nos fuimos luego por la Avenida Circunvalar, y el panorama seguía igual: mototaxistas atravesando en contravía, semáforos apagados, vendedores en las cebras, perros callejeros disputándose la sombra y una obra abandonada desde hacía quién sabe cuántos gobiernos.
William, abanicándose con el sombrero, murmuró:
—Esto no es ciudad, es un barullo con cédula.
Al atardecer el calor nos tenía rendidos. Nos refugiamos bajo una palmera de coco, frente al mar. Las olas parecían suspirar con la misma desidia de la gente que pasaba sin mirar los monumentos deteriorados ni los murales grafitados.
Enrique, con tono de sentencia, dijo:
—Riohacha es bella, pero malquerida. Aquí el desorden se volvió costumbre, y la costumbre, orgullo.
Chago Pérez, mirando el horizonte, agregó:
—Fonseca podrá tener polvo y gallinas, pero todavía respeta su patio. Aquí hasta los huecos tienen ciudadanía.
Vira Tiempla, limpiándose el sudor con un pañuelo, cerró la tertulia con su voz firme:
—La ciudad necesita cariño, mijo. No solo decretos y promesas. Quien no cuida su casa, termina durmiendo en el zaperoco.
Caía la noche y el sol dormía tras el mar, y mientras regresábamos a Fonseca, todos guardamos silencio. El paseo había sido una lección: la Fénix del Caribe no está muerta, pero sigue atrapada entre el relajo y el olvido, esperando que alguien le quite el disfraz de caos y la vista para que brille de nuevo.
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