¡Si hubiese ido, habría quedado Peor!


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Por: Wilson Rafael León Blanchar


Ya con setenta años encima —y un repertorio de ocurrencias que ni el mismo Diablo podía igualar—, Enrique Marulanda se fue con su hijo Stevenson a Santa Marta. Decía que iba a hacerse unos “chequeítos médicos”, pero todo el mundo en Fonseca sabía que Enrique no se hacía revisar ni un callo, porque según él:

—Cuando uno se revisa mucho, se daña. El cuerpo es como el acordeón: mientras suene, déjalo sonar.


Llegaron al hotel Irotama, ese palacio frente al mar que olía a coco y bronceador. Enrique, con su guayabera blanca recién almidonada, pantalón de lino y sandalias de cuero curtido, caminaba por los pasillos como si fuera un cacique de Siapana, en la Alta Guajira, vigilando su territorio ancestral. Saludaba a todo el mundo, repartiendo chistes como si fueran dulces de las Bebas en la plazoleta de Fonseca.


Una tarde, mientras Stevenson atendía una conferencia con un grupo de médicos, Enrique bajó al bar del hotel, donde una muchacha de mirada insinuante y labios rojos como pitaya le lanzó una sonrisa que habría tumbado al más santo.

—¿Y usted qué hace tan solito, mi viejo lindo? —le susurró ella, con voz de ron y tabaco.

—Esperando que Dios me mande una prueba —contestó él—, y creo que me acaba de llegar.


La muchacha, una prepago con más curvas que la carretera de La Jagua, le propuso un encuentro “discreto”. Enrique, encantado con el atrevimiento, le dijo:

—Mañana a las seis, mija, pero ven puntual, que a mí las esperas me dan sueño.


Al otro día, mientras ella se alistaba con perfume francés y un vestido tan ajustado que parecía pintado, Enrique se encontraba acompañando a su hijo en El Rodadero, contando chistes a los médicos y hablando de política como si estuviera en la esquina del Botalón. Se le había olvidado por completo la cita.


Cuando regresó al hotel, la muchacha lo estaba esperando desde hacía dos horas, con cara de hambre y de poca paciencia. Lo vio entrar y se fue derechito a reclamarle, moviendo la cadera como si sonaran tambores detrás:

—¡Ajá, señor Enrique, y usted me quedó mal anoche!


Él, sorprendido, se limpió la boca con la servilleta y, sin perder la sonrisa, le soltó:

—¡Bien fue que te quedé, mamita, si hubiese ido, habría quedado Peor!



La carcajada que siguió se oyó hasta en el lobby. Los turistas se miraban sin entender, pero los meseros costeños se doblaban de la risa. Uno de ellos, un pelao de Ciénaga, gritó:

—¡Ave María, este viejo es dinamita pura!


Cuando Enrique regresó a Fonseca, el cuento voló más rápido que una hoja seca en brisa de agosto. En la plazoleta, Ramona, una de las Bebas, lo contaba entre risas mientras revolvía un caldero de dulce de ñame:

—Ese Enrique sí tiene lengua pa’ vender… ¡si habla dormido, amanece regañado por los sueños!


Virginia, la de Telecom, delgada pero de temperamento más fuerte que un café cerrero, recordó cuando Enrique gritaba en la cabina dizque para que lo oyeran en Bogotá y dijo:

—¡Si ese hombre agarra teléfono, el cable se derrite del calor que mete!


Y desde entonces, cuando alguien en Fonseca promete algo y no cumple, siempre hay un pícaro que le dice:

—¡No te hagas el Enrique Marulanda, compae, que si vas, quedas peor!


Dicen que hasta hoy, cuando el viento sopla por las calles viejas del pueblo, se escucha una risa aguda y burlona que viene desde la plazoleta…

Es el eco de Enrique, el cacique, riéndose todavía de su propio chiste.

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