Papayí y la Jantipa de Riohacha: crónica de un genio con casa y carácter prestado

 

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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


Este escrito es un homenaje sincero a Luis Alejandro López Ávila, ‘Papayí’, un hombre al que tuve el privilegio de conocer, respetar y admirar. Fue él quien, con la generosidad que siempre lo distinguió, me abrió las puertas de su casa cuando llegué a la Fénix del Caribe, Riohacha, para iniciar mi labor docente.


No viví bajo su techo, pero en su gesto encontré el calor de la amistad y la nobleza de un espíritu que siempre tuvo más corazón que vanidad. Su recuerdo sigue vivo, como un acorde de bolero suspendido en la brisa del malecón.


 El filósofo de las plazas y el poeta del armonio


A veces la vida se da el lujo de repetir los moldes con que fabrica a los genios.

Sócrates, en la Atenas antigua, enseñaba en las plazas y desesperaba a su esposa con tanta reflexión; Papayí, en cambio, hacía lo propio en las aulas de Riohacha, donde su oratoria retumbaba más que la campana de entrada.

Y cuando algún muchacho desatendía la clase, ahí estaban “Bolombolo” y “Piel Canela”, los instrumentos de la pedagogía con refuerzo sonoro, listos para enderezar la conducta.


Sócrates predicaba la virtud; Papayí, la buena ortografía.

El uno hablaba con discípulos de sandalias, el otro con estudiantes de zapatos polvorientos, pero ambos dejaban el mismo efecto: nadie salía igual después de escucharlos.


 Las mujeres: Jantipa y la Papayina


De Jantipa, la esposa del filósofo, cuentan que tenía genio de tormenta.

Una tarde, furiosa por los descuidos de su marido, le tiró un balde de agua, y Sócrates —con la paciencia de los sabios— solo dijo:


“Después del trueno, viene la lluvia.”


En Riohacha no se quedó atrás la historia.

La esposa de Papayí, a quien cariñosamente llamaremos la Papayina, también era de carácter recio y verbo ágil. Cuando veía llegar al maestro tarde del colegio o de algún ensayo musical, lo esperaba en la puerta, brazos cruzados y ceja arqueada, como quien va a leerle la cartilla al mismísimo Aristóteles.


Pero Papayí, con su sonrisa de guajiro astuto, se defendía con la elocuencia que lo hizo famoso:


“Mujer, no te sulfures... que yo no estaba parrandeando, ¡estaba educando el oído nacional!”


Ella, naturalmente, no quedaba convencida, pero terminaba soltando una risa a medias, porque, en el fondo, sabía que su hombre era incapaz de otra cosa que no fuera enseñar, componer o predicar.


 El equilibrio del genio y el hogar


En ese juego de contrarios, la Papayina era la encargada de poner los pies del maestro sobre la tierra.

Ella llevaba las cuentas, vigilaba la olla y cuidaba el orden del día, mientras Papayí se perdía en versos y pentagramas.

Era la cuerda que sujetaba al barrilete del genio. Sin ella, quizás Papayí habría salido volando con el viento del malecón hasta aterrizar en el coro de los ángeles.


Por eso, más que un contraste, eran un equilibrio: ella representaba la realidad; él, la inspiración.

Y en esa dualidad, su vida cotidiana era un poema con discusiones en tono de sol mayor.


 De regaños y boleros


Cuando el maestro era joven, sus alumnos lo temían por sus métodos de disciplina, pero lo recordaban con cariño.

En cambio, en casa, su esposa le devolvía la dosis exacta de rigor pedagógico.

Si él llegaba con el paso tambaleante después de la fiesta de la Vieja Mello, ella lo recibía con una mirada que habría hecho retroceder hasta a Platón.


Entonces él, en tono conciliador, decía:


“No te preocupes, mujer, que hasta los santos necesitan afinar el alma de vez en cuando.”


Y así, entre chanzas y reproches, la vida seguía su curso.

Porque al final, en el fondo del corazón de ambos, había un cariño sólido, de esos que no se dicen, pero que se sienten en el silencio después del grito.


 Dos matrimonios, una sola sabiduría


La historia de Sócrates y Jantipa, y la de Papayí con su esposa, son retratos del mismo fenómeno universal: el genio necesita un ancla que lo devuelva al mundo real.

Ambas mujeres fueron guardianas del equilibrio doméstico, y ambos hombres aprendieron que, a veces, la filosofía y el amor sobreviven solo si hay quien te reclame por llegar tarde.


Papayí fue un Sócrates costeño, un sabio tropical con guayabera, sentido del humor y disciplina férrea.

Y si Jantipa lo hubiera conocido, habría dicho:


“Este sí que sabe cómo aguantar una mujer con carácter… ¡y salir sonriendo!”


 Epílogo


Hoy, al pasar por la plazoleta donde su busto mira hacia la calle 11, parece que todavía escucha el rumor de los boleros que él escribió y el eco de las clases donde enseñó a pensar con el corazón.


El pueblo podrá olvidarlo por momentos, pero su legado sigue sonando en la voz de quienes tuvimos la fortuna de cruzar palabra con él.


Y aunque el tiempo apague los himnos y borre los nombres de las placas, Papayí seguirá siendo el filósofo del Caribe, el hombre que hablaba con el alma y sonreía con el espíritu de quien entendía la vida mejor que nadie:

con humor, disciplina… y una esposa que lo mantenía aterrizado.

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