La parranda que casi llega al más allá...

 

hoyennoticia.com

Por Wilson Rafael  León Blanchar

 

Dicen en La Guajira que las parrandas de graduación son como los vientos del nordeste: empiezan suaves, pero a uno se lo pueden llevar lejos sin pedirle permiso. Y así mismo ocurrió el día —o mejor, la tarde, noche y madrugada— en que obtuve el título de ingeniero industrial en la Universidad de La Guajira, en el año de 1987.



La celebración arrancó con ese sol riohachero que parece querer graduarse con uno. En la casa, ubicada en el barrio Entre Ríos, comenzaron a caer los Majitos, ese combo parranderísimo que trae apellido de familia y ritmo en las venas: Joaco Brito, Guillermo Nossa, José Marulanda, Alirio García, Eudes D’Armas, Alfonso Campo, Luis Ramírez y otros amigos que aparecían como si los llamara una tambora invisible. Cuando mi primo José Jorge León Fonseca llegó con una botella grande de whisky, la noche tomó carácter de decreto: iba a ser larga y con mucha autoridad.



Tomábamos, cantábamos y contábamos historias cada vez más creativas —como manda la ley guajira— cuando a uno de los tomadores se le ocurrió la idea que solo aparece en estados etílicos avanzados:

¡Vámonos pa’ Uribia!”



Eran cerca de la una de la madrugada. La luna estaba tan redonda que parecía la tapa de una olla; no sé por qué le pongo olla a todo, será costumbre. Sin pensarlo, metimos en el Toyota Copetran hasta a los dormidos, roncando y vencidos por el whisky. Algunos subieron por voluntad; a otros hubo que persuadirlos con el método universal: tomarlos de los brazos y meterlos en el carro como quien carga sacos de ñame.



Íbamos rumbo a Uribia, alegres por la carretera nocturna que se abría como un sendero hechizado. Pero La Guajira en noches de parranda siempre guarda un susto en la manga. El conductor, con un ojo alegre y el otro responsable, alcanzó a divisar tres pilas enormes de material de relleno atravesadas en la vía destapada; montículos amarillos que surgían como si la madrugada los hubiera inventado. Frenó; el Toyota patinó; todos pegamos un brinco que nos sacó la borrachera de un solo jalón.



Nos salvamos de milagro. Más de uno juró haber visto al abuelo en la cuneta, acomodándose el sombrero para aplaudirnos.



Cuando retomamos el camino, llegamos a Uribia y nos recibió una soledad de pueblo grande: las calles dormían y solo los perros tenían turno de guardia, ladrándonos como si fuéramos una procesión de almas perdidas. Dimos la vuelta en la plaza principal —los faroles parpadeaban como si contaran chistes viejos— y regresamos a Riohacha.



Entramos a Entre Ríos cuando el sol ya empezaba a despertarse. Intentamos dormir, aunque más bien ensayábamos el guayabo, y  esa mañana, todavía medio vivos, levantamos vuelo hacia Barrancas. Mi padre nos recibió con esa mezcla de orgullo y recelo que sólo los padres dominan: orgullo porque el hijo llegó con título, recelo porque el hijo llegó con ruido.



La parranda no se detuvo: de Barrancas nos fuimos a Fonseca. Allí la fiesta se multiplicó; aparecieron familiares y las inolvidables Bebas —en cabeza de Ramona Pitre, mi maestra del primer grado— que nos atendieron como si fuéramos delegación de una fiesta celestial. Entre abrazos, guisos y más whisky, la anécdota se hacía más grande y más redonda.



Al volver a Riohacha, el guayabo nos esperaba con paciencia de viejo amigo: duró más de lo previsto, pero ninguno se arrepintió del viaje ni de la madrugada que casi nos manda al otro lado. Sobrevivimos, con risas, sustos y una botella que terminó por convertirse en reliquia de la noche.



Porque esa madrugada aprendimos, entre sobresaltos y carcajadas, que las mejores historias en La Guajira nacen cuando uno menos las planea… y que la muerte, si nos vió, pero, decidió dejarnos seguir la parranda.

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