Chago, el amor y el caldo milagroso
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
En Fonseca se sabía que para vivir bien había que tener dos cosas: un buen sentido del humor y una olla siempre lista para hacer caldo. Nadie entendía mejor esa filosofía que Chago Pérez, un hombre delgado como bejuco, de ojos de águila y con la sorprendente vitalidad de un muchacho, a pesar de sus 90 años bien vividos.
Chago no era de los que se dejaban vencer por la edad. Mientras otros de su generación pasaban el día contando achaques, él se dedicaba a contar historias y a enamorar. Porque si algo tenía claro era que el amor y un buen caldo de pollo eran los dos pilares de la salud.
—Si uno anda medio caído, un buen caldo lo levanta —afirmaba con convicción.
A su lado, Choncha, tamborero de alma, moreno, de bigotes gruesos y estatura mediana, le daba golpes rítmicos a la mesa, como si con cada frase de su amigo estuviera componiendo un nuevo son.
—¡Chago, si fuera por caldos, yo ya estuviera dando brincos como un chivo en celo! —exclamó con su risa de trueno.
Pero quien realmente tenía la clave del asunto era Don Andrés Monche, el carnicero más respetado del pueblo. Hombre de estatura normal, algo grueso, con ojos abotagados y siempre ajustándose su cinturón de tela mientras afilaba sus cuchillos. Todos sabían que si no se le llamaba Don Andrés Monche, no despachaba ni un pellejo.
Ese día, Chago llegó a la carnicería con la seguridad de un hombre que sabe lo que quiere. Se acomodó la camisa y, con la voz clara y decidida, soltó:
—Don Andrés Monche, hoy vuelvo por las mismas presas de pollo… ¡esas aportan colágeno!
El carnicero lo miró de arriba abajo y soltó una carcajada.
—¡Hombre, Chago, si sigues con ese régimen, no hay quien te alcance en Fonseca!
La verdad era que Chago tenía un propósito claro. Desde hacía un tiempo, andaba embelesado con una jovencita de risa dulce y trenzas largas, que lo hacía sentirse con el corazón más joven que un becerro en potrero nuevo.
—Don Andrés Monche, póngame también dos patas y un pescuezo. Dicen que esos caldos son los que levantan a los enamorados caídos.
Choncha casi se ahoga con la chicha que estaba tomando.
—¡Ja! Chago, tú no necesitas caldo, ¡lo que necesitas es que te amarren!
Pero Chago no se dejó distraer. Esa noche, armado con su olla humeante, se fue a ver a su amor. La estrategia era clara: conquistarla con su teoría del colágeno, la alimentación y el afecto abundante.
—Mi amor, este caldito no solo tiene pollo, sino todo mi cariño y el colágeno necesario para mantenernos firmes.
La joven, entre risas, lo aceptó y lo probó.
—Pues si es cierto lo que dices, Chago, espero que este caldo haga su trabajo… —dijo ella, mirándolo de reojo con picardía.
Lo que nadie supo fue si el remedio funcionó como Chago esperaba, pero lo cierto es que al día siguiente apareció en la plaza de mercado con una sonrisa que no se le quitó ni con el sol del mediodía. Saludó a doña Hilda Márquez, doña Elena Ayala y, por supuesto, a Don Andrés Monche.
—¡Don Andrés Monche, prepárate, que hoy vuelvo por más caldo!
Y desde la carnicería, Choncha se agarraba la barriga de la risa y exclamaba:
—¡Muchacho, pero con tanto amor y tanto caldo, te van a declarar el hombre más sano de Fonseca!
Así quedó la lección: el amor, el colágeno y un buen caldo no fallan, y si la cosa anda difícil… con más caldo se resuelve.
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