¡ UN ‘POLVO’ TE PUEDE MATAR!
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
En la Villa de San Agustín de Fonseca, donde el calor sofoca hasta los pensamientos y las noches están cargadas de más secretos que confesionario de cura viejo, vivía don Chago Pérez, un anciano de 90 años que aún se creía mozo de primera categoría.
Chago había vivido de todo: guerras de machete en las sabanas, parrandas con Emiliano Zuleta y hasta un amorío con una prima de Rafael Escalona, según él. Pero en su última gran hazaña, la que haría temblar a los pelaos de su pueblo, se había metido en un enredo que ni el diablo le solucionaba.
LA MUJER QUE PUSO EN JAQUE AL VIEJO ZORRO
Se llamaba Leonor, tenía 21 años, piernas largas, caderas que hacían que hasta las palmeras del Rancherías se tambalearan, y una mirada capaz de derretir el plomo. No se sabe cómo, pero Chago, con su cuerpo más seco que un palo de trupillo, se las arregló para meterse en su vida como quien mete un chivo en un campo de yuca.
—¿Y tú qué me vas a dar, viejo? —le decía ella, con una sonrisita maliciosa.
—¡Sabiduría y experiencia, muchacha! —respondía él, metiendo barriga y acomodándose el pantalón.
Las malas lenguas decían que el viejo la tenía embobada con cuentos de cuando él era un gallo fino en los tiempos en que se bailaba merengue con sombrero y cuchillo en la cintura. Pero la realidad era que Leonor tenía un fetiche con los hombres que parecían reliquias de museo, y Chago, sin querer, se había convertido en su pieza de colección.
El asunto es que una noche, bajo la luz amarilla de un bombillo intermitente, Leonor y Chago se enredaron en una faena tan intensa que hasta los perros del barrio dejaron de ladrar para escuchar.
Las sábanas eran testigos de una batalla desigual: un viejo que no conocía la rendición y una joven que no entendía la prudencia.
El calor en la habitación era sofocante. Chago, empapado en sudor, sentía que la vida le salía en cada respiro. Los ojos se le pusieron en blanco, la respiración se le entrecortó, y cuando intentó moverse, su cuerpo no respondió.
Leonor, sintiendo el peso inerte sobre ella, lo sacudió suavemente.
—¿Llegaste? —preguntó con una mezcla de inocencia y picardía.
Chago, con el último aliento que le quedaba, abrió los ojos de golpe y, con voz entrecortada, murmuró:
—¡No… me descompuse!
Leonor saltó de la cama como alma que lleva el diablo, buscó su vestido a los tumbos, se lo puso a medias y salió disparada a la calle descalza, con el cabello revuelto y un susto que se le veía en la cara.
Los vecinos, al verla, entendieron de inmediato que algo grande había pasado.
—¡SE ME MURIÓ CHAGO! —gritó la muchacha, con la voz entrecortada.
Fonseca estalló en alboroto.
Los chismosos salieron en manada, las comadres se persignaron, y un borracho que pasaba por ahí gritó:
—¡Lo mató la felicidad!
DE LA CAMA AL HOSPITAL, DEL INFIERNO A LA RESURRECCIÓN
Llegaron los amigos, los enemigos, los curiosos y hasta los que no sabían quién era Chago pero no querían perderse el espectáculo. Lo levantaron entre varios y lo llevaron en volandas hasta el hospital.
El doctor Hirohito, con la paciencia de quien ya había visto de todo, le puso un estetoscopio en el pecho.
—¿Está vivo, doctor? —preguntó Leonor, con los ojos vidriosos.
El doctor soltó una carcajada.
—Está más vivo que usted y yo juntos. Lo que tiene es un bajón de presión que ni una mula con carga. Déjenlo dormir y que tome mucha agua… y menos aventuras.
Cuando Chago despertó, ya todo Fonseca sabía su historia. No podía dar un paso sin que alguien le guiñara el ojo o le ofreciera un vaso de jugo de borojó.
EL REMATE EN LA PUERTA DE SU CASA
Al día siguiente, convaleciente pero orgulloso, Chago se sentó en su taburete de siempre. Justo en ese momento pasó su compadre Enrique Marulanda.
—¿Cómo sigues, compadre?
Chago, todavía con la voz raspada, suspiró y dijo:
—¡Te lo dije, compadre! Un polvo me podía matar.
Enrique, que venía medio sordo, le respondió:
—¡Pero a tu edad ya eso no es peligro, Chago! ¡Hace rato que no te matas con ninguno!
La carcajada de los vecinos retumbó en toda la cuadra. Chago, furioso, le tiró la escoba a su compadre, pero terminó riéndose también. Después de todo, si había que morirse de algo, que fuera de alegría.
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