El muerto que que no se va.
Por: Wilson Rafael León Blanchar.
—¡Ajá, Chago! —gritó Enrique Marulanda, cruzando las patas y levantando el vaso—, ¿tú sabías que cuando uno se muere las células siguen vivitas, como si nada? ¡Esa vaina es como las deudas, uno se va y ellas se quedan!
—¡Juepajé! —saltó Chago, acomodándose el sombrero—. ¡Más vivas que yo detrás de una muchacha de veinte, compadre! ¡Esas células sí saben de resistencia, no como uno, que apenas se le sube la presión, ya anda buscando un médico!
—¡Y es que la ciencia lo confirmó! —se metió Ñoñi, soplando la espuma del vaso de cerveza—. Las células madre no se mueren de una, duran días... ¡y si las trasplantan, siguen echando pa’ lante como si el dueño todavía respirara!
—¡Bah! —gruñó Guillermo El Oso desde el rincón, masticando chicharrón—. Eso es como las mujeres que uno deja, siguen vivas, pero buscando quién las cuide mejor.
—Y entonces qué?—dijo Marulanda, soltando su risa aguda—. ¡Nos vamos pa'l cementerio pero medio cuerpo queda trabajando por fuera, es decir: uno se muere incompleto!
—¡Más completo queda el que hereda las células! —remató Ñoñi, guiñando un ojo—. Las siembran en otro y ¡plop! como cuando cambiás la cuerda de la guitarra y sigue sonando igualito.
—¡Ajá, pero el alma sí se va, muchachos! —saltó Chago, con esa sonrisa de pícaro viejo—. El cuerpo se queda como yuca pelada, pero el alma vuela, se esfuma, ¡y quién sabe pa' dónde carajo agarra!
—¡Eso dicen los Maestros! —añadió Ñoñi, golpeando la mesa—. El alma es como el Wi-Fi, nadie la ve pero todos sabemos que está ahí, flotando, conectada a otro mundo.
—¡Y si es así! —dijo Marulanda, levantando el vaso como quien da brindis—. ¡Que mi alma se vaya, pero que las células las siembren en una mujer bien parada, pa' seguir sintiendo algo aunque sea de reojo!
—¡Más bien que la tuya se vaya en una burra! —soltó Guillermo El Oso, seco y con la boca llena—. ¡Pa' que el pobre animal también tenga que aguantarte después de muerto!
—¡Usted sí es jodido, Oso! —rió Chago—. Pero tiene razón, al final, uno no sabe si es el cuerpo el que se muere o el alma la que se aburre.
—¡Lo único seguro, mis hijos! —remató Ñoñi, levantando la botella—, es que las células se reparten, el alma trasciende... ¡y el ron se acaba!
—¡Y si el ron se acaba, que se acabe la vida también! —gritaron todos al unísono, brindando bajo el sol, mientras la tarde se derretía igual que las células que aún, sin saberlo, seguían vivas.
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