Cuando el amor lo salvó del papayo

 

hoyennoticia.com

Por: Wilson Rafael León Blanchar.


Aquella tarde, como tantas otras en Fonseca, el sol iba cayendo despacito sobre los tejados mientras el grupo de siempre se reunía en la casa de Guillermo El Oso. No había prisa, ni brisa, pero sí muchas ganas de hablar de todo y de nada. El guandú estaba hirviendo en la olla, el queso costeño sudaba sobre la tabla, y el aguardiente ya iba por la segunda botella.


Víctor Ñoñi se burlaba de Chago, quien, con su sombrero nuevo, repetía por tercera vez que una reina de belleza se lo había regalado.


—¡Ay, Chago! Pero suéltala ya, que ya vas por la tercera vez que dices que fue la reina de belleza la que te regaló el sombrero —dijo Víctor Ñoñi riéndose, mientras le daba un traguito a su cerveza tibia.


—¿Y tú crees que eso es mentira? Si ese sombrero huele a Chanel Nº5 —respondió Chago, entre carcajadas, mientras agitaba el sombrero en el aire.


Fue en medio de esas risas, entre cuentos reciclados y pullas amistosas, que Changa, hasta entonces callado, levantó la cabeza con aire de quien se acuerda de algo que pesa.


—Muchachos, ¿ustedes se acuerdan del boom del cannabis por allá en los ochenta en La Guajira? Pues escuchen esto que lo viví con estos dos ojos que me dejó mi mamá…


Se acomodó en la silla y empezó:


—Yo tenía un amigo que llegó desde Córdoba buscando suerte. El hombre venía limpio, sin cinco, con la camisa sudada, pero con las ganas frescas. No sabía de qué iba a vivir, hasta que se topó con un grupo de paisanos que ya estaban trabajando en el cultivo de marihuana. En ese tiempo, si querías plata rápida, tocaba o sembrar o limpiar las matas. Él se enganchó con ocho compañeros más limpiando cultivos, y al principio todo era trabajo, comida caliente y los fines de semana con ron.


—¡Ajá! ¿Y cuál es el chiste? —interrumpió Choncha, con una carcajada adelantada.


—Espérate que esto no es chiste, esto es drama —siguió Changa, con tono serio—. Resulta que, con el pasar del tiempo, empezaron a desaparecer compañeros. El primero fue un tal Libardo, que dejó hasta la hamaca colgada. Luego otro, y otro… En total fueron tres. Dejaban todo, como si se hubieran evaporado. El patrón, un tal Perucho, cuando le preguntaron, respondió sin asomo de preocupación: “¡Ah, esa gente es así! Se ven con dos reales y dejan hasta la maleta botada”.


Pero mi amigo, que no era ningún bobo, empezó a sospechar. Sobre todo, cuando otros dos compañeros más desaparecieron como el humo. Fue entonces cuando la señora de la cocina —una morenita de ojos hermosos y sonrisa que curaba el cansancio— le tiró la advertencia.


—“Mijo, yo no quiero que usted sea el próximo. A mí me parece que a esos compañeros tuyos ya los pasaron por el papayo.”


—¡Uy! —exclamó La Gillette, santiguándose con la navaja—. ¡Eso son palabras mayores!


—¿Y qué hizo tu amigo? —preguntó Jolón, soltando el dominó que iba a poner.


—Pues primero, tragó en seco. Pero luego, la miró diferente… Y ahí, como que se le movió algo por dentro. Porque esa mujer no solo cocinaba sabroso, sino que tenía ese no sé qué que enreda. Se enamoraron. Así, como suena. Entre sancocho y arroz con fríjol, entre miraditas y traguitos a escondidas, planearon su fuga.


Una noche se fueron para Venezuela. Cruzaron la frontera con una mochila, unos pesos y ese amor que, por alguna razón, parecía más urgente que bonito.


Allá, en Venezuela, el amor creció. Al principio lavaban carros, luego trabajaron en una panadería. Comenzaron de cero, pero lo hacían con ganas. Fue allá donde ella le contó la verdad completa: que en el sector de las Balsas, en La Guajira, a los que sabían mucho o se hacían los vivos, los desaparecían sin dejar rastro. Que allá no era raro que a alguien “lo pasaran por el papayo” si estorbaba.


—Entonces, ¿esa mujer fue su salvación? —preguntó Kiko Toncel, con el vaso a medio camino de la boca.


—¡Más que eso! Fue su ángel guardián disfrazado de cocinera. Si no es por ella, mi amigo estuviera sembrado por allá, como abono.


—¿Y hoy dónde están? —preguntó Periquito, ajustándose las gafas.


—Pues, según supe, todavía están en Venezuela. Él maneja una buseta y ella vende empanadas con un acento criollo delicioso. Tienen dos hijos, y cada vez que ella le dice “¡mi amorcito!”, él recuerda que ese amor le salvó la vida.


El grupo quedó en silencio por unos segundos. No era común que Changa se pusiera tan profundo. Luego, como para romper el embrujo, Guillermo El Oso se tiró unos 'peos' lentos y estrepitosos que hicieron temblar el taburete.


—¡Bueno, y ahora sí! ¿Quién va a mover esa ficha o les sigo contando lo que pasó cuando La Yeya se metió una maraca en la panty?


Y así, entre risas, empanadas mentales y una historia que pocos creyeron del todo, la tarde se fue diluyendo en el sabor de lo increíble. Como suele pasar en Fonseca

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