Roque y dos más que se fueron

 

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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


En Fonseca, cada 28 de agosto, las campanas de la iglesia repicaban como si quisieran despertar a los muertos, anunciando la fiesta de San Agustín, patrono del pueblo. Era la fecha en que hasta el más perdido volvía, con sombrero nuevo y olor a colonia, para que lo vieran en la plaza. Pero aquel año, tres hermanos Blanchar Benjumea tomaron una decisión distinta: en vez de alistarse para la fiesta, se alistaron para irse.


El mayor, Manuel Antonio Blanchar Benjumea, serio como misa de difuntos; el del medio, Nicolás Blanchar Benjumea, callado y sin descendencia; y el menor, Roque Blanchar Benjumea, con esa mirada inquieta que anuncia que el cuerpo está aquí, pero el corazón anda en otra parte.


Detrás quedaban en Fonseca los demás: José Blanchar —el que nunca soltó el terruño— y las hermanas María, Anicasia, Petronila y Sara Blanchar Benjumea, que guardaban la casa, el fogón de leña y la memoria de la familia.


La despedida fue temprano, antes que el sol empezara a calentar el polvo de la calle. Las mulas estaban listas: una cargaba el baúl con las pocas mudas de ropa, otra las provisiones, y la última, un atado de machetes y hamacas. Petronila, con los brazos en jarra, soltó su lengua costeña:

—¡Ajá! ¿Y es que ustedes creen que el banano se pela solo? No vayan a perderse por allá con esas gringas que dicen que hay.

Roque soltó una risa y, guiñando el ojo, respondió:

—Si me pierdo, mándeme a buscar con San Agustín.


Salieron por el camino polvoriento rumbo al sur, dejando atrás el sonido de las gallinas y el olor a café recién colado. El pueblo los vio pasar como quien ve un cortejo de esperanza: tres hombres buscando futuro en la tierra del banano, donde decían que la United Fruit Company pagaba en billetes limpios y que el tren silbaba al amanecer cargado de racimos.


En Fundación y Sevilla, Roque encontró lo que buscaba: trabajo, vida nueva y raíces distintas. Allí tuvo un hijo, Ángel María Blanchar De Luque, y, como decía su tía Petronila entre mecedora y abanico, “unas hojas” más, que no eran de papel sino de carne y hueso. Ángel, ya hombre, dejó su propia herencia: Leonel Blanchar, Ángel Blanchar, Elio Blanchar y María Francisca Blanchar.


Manuel Antonio y Nicolás, en cambio, se quedaron en la Zona Bananera como palos de sombra que no dieron fruto. De vez en cuando, llegaba un rumor a Fonseca: que los tres trabajaban macheteando bajo el sol del Magdalena, que Roque cantaba merengues viejos mientras un racimo le caía sobre el hombro, que ya ni recordaban el sabor del agua del Ranchería.


Una vez, alguien le preguntó a Roque si pensaba volver a Fonseca. Él, con la camisa sudada y el machete aún caliente de trabajo, dijo:

—Fonseca está aquí, en la cabeza… pero aquí es donde tengo las raíces.


Y así fue como los tres hermanos que salieron un día antes de San Agustín nunca volvieron a la fiesta, aunque en la casa familiar, cada 28 de agosto, José y las hermanas los nombraban entre un sorbo de café y un suspiro:

—Quién sabe si vuelven

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