El Billar de Guille

 

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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


El billar de Guille Parodi, en plena carrera, vecino de la casa de Meche Toncel y frente a la de Rafael Fuentes, en Fonseca, era más que un sitio pa’ carambolas: era la catedral del cuento, el chisme y la filosofía costeña.


Aquella tarde, entre humo de tabaco y el vaivén de los tacos, la conversación se calentó.


—¡La vaina es clara! —chilló Enrique Marulanda con su voz aguda, que parecía trompeta mal templada—. ¡Sin demanda no hay oferta!


Chago Pérez soltó ficha en el dominó con toda la malicia:

—¡Ajá, pero no me vengan con cuentos! Si en Nueva York dejan de jalar, esa mercancía se queda polviando en la trocha.


De repente, la cuchara de Efraín el de la Lata tronó contra el metal:


—¡Tin-tin-tan, retumba la lata!

¡Quien juega con coca, su vida maltrata!


El billar se estremeció de carcajadas. Kiko Toncel, con su barriga por delante, lanzó un gallo como clarín de pelea:

—¡Y al presidente gringo no le conviene meterse de frente! ¡Si tumba los carteles allá, lo tumban a él primero!


William La Estrella, que se daba aires de sabio, movió la cabeza:

—¡Eso es verdad! Allá la mafia tiene más tentáculos que pulpo en fiesta patronal. Y al que se mete con ellos, lo entierran más hondo que secreto de convento.


Desde su ventana, Meche Toncel se metió en la conversa con ese desparpajo suyo:

—¡Hipócritas es lo que son! Fuman, jalan, se marean… y luego quieren venir a ponerle reglas a uno. ¡Más falsos que cura en carnaval!


Víctor Ñoñi levantó la voz, como defendiendo el folclor:

—¡Exacto, Meche! Mientras ellos dan sermones, aquí ponen la sangre. Pero apaguen la demanda y verán cómo se acaba el negocio.


Zapurrro, el más cansón, no aguantó:

—¡Bah! Palabrerías. Yo digo que al que cojan con un kilo, lo manden a cargar volquetas en el desierto. ¡Eso sí es castigo, carajo!


Entre risas, Chu Torres acarició el acordeón y tiró dos notas graves:

—Hombre, Guille, el billete está más pegao que garrapata. Mientras mande la plata, la coca no se muere.


Rafillo, siempre imponente, se puso serio:

—¿Y mientras tanto qué? Pelaos cayendo en el vicio y nosotros aquí echando cuentos. ¿Hasta cuándo la guachafita?


El billar quedó en silencio. Hasta la cuchara de Efraín descansó. Fue entonces cuando Guille Parodi, dueño y guardián del templo, habló con firmeza:

—¡Carajo! Este billar aguanta chistes, gallos y dominó, pero no hay discusión que tumbe lo dicho: sin demanda no hay oferta. El día que el mundo deje de jalar, aquí lo que quedará será vallenato, cerveza fría y carambola.


Un aplauso tronó como tambora. Y de nuevo, la lata de Efraín repicó:


—¡Tin-tin-tan, retumba la lata!

—¡El que juega con coca, termina sin trompeta!


La risa fue general. Pero cuando la noche cayó y las luces del billar empezaron a parpadear, la cuchara y la lata siguieron sonando solas, marcando un ritmo que ninguno tocaba. Los hombres se miraron entre sí, callados. Afuera, el viento de la Guajira soplaba fuerte, pero adentro el eco metálico se volvió conjuro.


Dicen que desde entonces, cada vez que alguien en Fonseca se pasa de listo hablando de coca, la lata de Efraín resuena sin que nadie la toque, como si el pueblo mismo recordara que en cada carambola peligrosa siempre pierde el que más cree que va ganando.

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