Las mochilas de Chago Pérez

 

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Por: Wilson Rafael León Blanchar 


En el parque de la Virgencita de Fonseca, cuando el sol caía a plomo y el polvo del viento se arremolinaba como si quisiera bailar, Chago Pérez trataba de pasar la tarde en calma, sentado en un banco de cemento. Pero en ese pueblo suyo, donde las noticias corrían más rápido que el agua del Ranchería en creciente, la calma era un lujo imposible.


La primera en aparecer fue la Yeya, con el rebozo medio caído y las manos en la cintura:

—¡Chago, préstame una platica, que estoy más seca que boca de totumo! Sin cerveza fría, mi alma se me va a marchitar como hoja en verano.


Chago apenas suspiró, pero no tuvo tiempo de responder porque irrumpió Juaco el Loco, descalzo y con la camisa abierta.

—¡Chago, préstame tu caballo, que voy pa’ la trocha a buscar unas guaireñas! Si no llego, esas mujeres que me encargaron me van a sacar la lengua como vaca en solazo.


El corrinche se armó cuando Enrique Marulanda, con su figura flacucha, su voz chillona que parecía pito de flauta rota y esa manera de hablar que ya era un chiste en sí misma, soltó:

—¡Ave María, Chago! Si le prestas el caballo a Juaco, te lo devuelve con las costillas más marcadas que el acordeón de Emiliano Zuleta. Y esas guaireñas, ni pa’ calzar a un burro.


La gente rió a carcajadas, y hasta la Virgencita del parque, dicen, dejó escapar una sonrisita leve, como cómplice del espectáculo.


Y cuando Chago pensaba que ya no cabía más enredo, apareció Changele, sofocado y con las alpargatas llenas de polvo:

—¡Chago, hermano! Me llegó visita de Valledupar y en mi casa no cabe ni el eco. Son cinco, pero se acomodan como iguanas, uno encima del otro. ¿Será que me les das posada en la tuya dos o tres días? Después siguen pa’ el Cabo de la Vela, donde el viento los arrope.


Fue ahí cuando Efraín el de la Lata le dio tres palazos a su lata como si fuera caja de parranda y gritó:

—¡Carajo, Chago! Esa sí es una mochila más grande que la del Libertador cuando cruzó los Andes.


Y justo en ese instante ocurrió lo inexplicable: el caballo de Chago apareció de la nada entre los mangos del parque, relinchando como trompeta y con las guaireñas colgando de la silla, como si ya hubiera hecho el mandado por su cuenta. La gente quedó boquiabierta, y Chifla Jopo juró que el animal olía a guarapo de caña.


Chago, con la paciencia colgando de un hilo y el sudor corriéndole a chorros, levantó la voz:

—Compadres, entiéndanlo de una vez: el secreto de las relaciones humanas es no dejar que le carguen a uno la mochila. Y menos si viene llena de guaireñas, visitas vallenatas y cuentas fiadas de la Yeya.


El parque entero estalló en risas, y cuentan los viejos que en ese momento la Virgencita parpadeó, como dándole la razón al buen Chago. Desde entonces, cuando el viento sopla del Ranchería y agita las ramas de los mangos, todavía se escuchan carcajadas que parecen no tener fin.


Y como dijo un fonsequero viejo que estaba allí ese día, acomodándose el sombrero de paja y guiñando un ojo:

—¡El que se deje montar mochilas ajenas, termina doblado como burro en mercado!

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