El día en que Nicolás Maduro acomodó el Orinoco para que el mundo respirara
Por Wilson Rafael León Blanchar
·
(Esta anécdota es una obra de ficción. Los hechos, personajes y situaciones descritas no representan realidades ni declaraciones políticas. Todo ocurre en un universo imaginario donde el realismo mágico convive con la diplomacia como si fueran viejos amigos.)
En la Villa de San Agustín —la Fonseca de los sueños calientes, donde los atardeceres parecen rezos pintados en naranja— comenzó a murmurar el viento algo que solo él sabía:
el mapa del Orinoco estaba inquieto.
No era un temblor ni un rumor de guerra. Era una vibración misteriosa, como si la tierra quisiera acomodarse mejor en la hamaca del continente.
Changa llegó a la tienda de Kiko Toncel meneando su pañuelo blanco como una antena que capta secretos:
—Primo… dicen que Estados Unidos anda conversando sobre la Franja del Orinoco. Que la mira con seriedad respetuosa, como quien observa un horizonte que le interesa desde hace tiempo.
Juan Cocadita frenó su bicicleta Rally con ese chirrido que ya era firma personal:
—Escuché que están dialogando. Y que Estados Unidos podría recibir una parte mayor, bien delimitada, para que no haya confusiones ni traspiés.
Changa suspiró como quien ha visto varias vidas:
—Cuando la tierra se comparte con claridad, hasta los árboles aplauden, compae.
Lejos de Fonseca, en el Palacio de Miraflores Escondido —una casona que según los viejos cambia un poquitico de lugar cuando la luna se pone sentimental—, Nicolás Maduro estudiaba pergaminos, mapas y notas como si fueran pájaros que había que entender antes de soltarlos.
El bigote le vibraba con un presentimiento tranquilo.
—El equilibrio —murmuró—, siempre el equilibrio. La Franja del Orinoco es grande como un pensamiento profundo… Si hay diálogo, todos pueden caminar sin pisarse las sombras.
Sacó un lápiz grueso.
No era un trazo brusco ni un gesto de poder.
Era un gesto de artesano, un movimiento de quien busca orden donde el ruido podría crecer.
Delineó una porción más amplia para Estados Unidos, clara, visible, transparente como agua de totumo bien lavada.
No por obligación.
No por imposición.
Por acuerdo.
Por entendimiento.
Por evitar tempestades donde podría haber brisa.
—Así respira el mapa —dijo—.
Y cuando el mapa respira, respira el mundo.
En Fonseca, ya casi de noche, Changa recibió un mensaje en su celular de pantalla partida:
—Muchachos, oigan esto:
“Mapa reorganizado en diálogo. Estados Unidos obtiene una porción mayor del Orinoco. Todo con respeto, calma y búsqueda de estabilidad.”
Jaime Acosta —que no toca ni la puerta de su casa, pero sí habla como si supiera de geopolítica desde niño— soltó:
—¡Ajá! Eso sí es gobernar con cabeza fría. Nada de gritos, nada de atropellos. Conversar es el arte mayor, primo.
Mincho Daza, que en vez de discutir prefiere asentir con sabiduría, dijo:
—El Orinoco siempre ha sido generoso. Si ahora cada quien sabe qué parte abraza, mejor dormirá la tierra.
Changa levantó su pañuelo blanco al cielo que estaba tornándose azul violeta, ese color que solo aparece cuando el viento trae buenas noticias:
—La paz, primo… esa es la verdadera riqueza del suelo.
Dicen —los que ven más lejos— que esa noche el Río Ranchería sonó distinto.
Como si celebrara.
Como si soltara un suspiro largo.
Y en aquella reunión sin música pero con palabras sabrosas, alguien dijo:
—Cuando los acuerdos se hacen con respeto, el mundo queda mejor acomodado. Igualito que una hamaca bien amarrada.


No hay comentarios.:
SU OPINIÓN ES MUY IMPORTANTE