La Mesa: 21 años de la primera masacre

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Valledupar, Cesar.- Hoy se cumplen 21 años de la primera masacre, aquel trágico 11 de diciembre de 1999 fueron asesinadas seis personas.


Actualmente el caserío de La Mesa, perteneciente al corregimiento de Azúcar Buena, ubicado a 2.5 kilómetros de Valledupar, es una localidad tranquila donde sus habitantes, en la mayoría campesinos, buscan olvidar los estragos que les dejó el conflicto armado colombiano.


Iván Hinojoza, presidente de la Junta de Acción Comunal de Azúcar Buena, contó que las cosas han cambiado y el ambiente es contrario a todo lo negativo que dejaron esos momentos de terror infundados por hombres pertenecientes a las desmovilizadas Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, o de las extintas Farc. 


La llegada de la violencia a La Mesa 

La vida de las familias campesinas del corregimiento de La Mesa, norte de Valledupar, empezó a transformarse el sábado 23 de septiembre de 1999 a las cinco de la madrugada, con la llegada de un grupo de hombres armados, vestidos con uniforme camuflado y los rostros cubiertos con pasamontañas. Estos, luciendo sus fusiles Galil y R-15, recorrieron las calles del caserío.


El arribo de hombres armados sorprendió a algunos de los pobladores que se dirigían a esa hora a las fincas de la zona para ‘jornalear’. Los hombres armados no pronunciaron palabra y se dirigieron a las trochas que llevan hasta las veredas El Mamón y Azúcar Buena. Nadie sabía qué grupo armado había arribado al pueblo,  a pesar de que a lo largo de diez años se habían acostumbrado a la presencia de grupos armados en la región.


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La guerrilla empezó a hacer presencia en la zona rural del norte del Cesar a principios de la década del ochenta. Para las Farc (Bloque Caribe) y el ELN (Frente 6 de

diciembre) significó una zona de descanso por su ubicación geográfica y su cercanía a

la Sierra Nevada. Esto les permitió, en muchos casos, replegarse rápidamente y contraatacar al Ejército, que los perseguía con unidades de contraguerrillas del Batallón La Popa de la Décima Brigada.


Por su riqueza agrícola y posición estratégica, la zona norte de Valledupar le permitía a la guerrilla −asentada en veredas y corregimientos− la explotación de recursos para su financiamiento, provenientes del secuestro y la extorsión entre agricultores, ganaderos, comerciantes y la población urbana.


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Ante la inoperancia de las autoridades de Policía y el Ejército, que no evitaban los atentados contra sedes de las alcaldías locales, estaciones, los asesinatos selectivos y la poca atención del gobierno central a la situación de orden público, algunos dirigentes políticos y ganaderos utilizaron ejércitos privados para defenderse de la extorsión guerrillera.

En 1995, estos decidieron acudir a los jefes paramilitares, Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, fundadores de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, para que apoyaran la estrategia de defensa privada frente al poder depredador de las Farc y el ELN, resguardar sus haciendas y fincas, y poder contrarrestar las extorsiones y secuestros.


El propósito encubría la expulsión de miles de familias campesinas beneficiadas con la titulación de tierras en las décadas del sesenta y setenta, acusándolas de apoyar a la guerrilla y de tomarse políticamente la administración local y regional, a través de las alcaldías y la gobernación.


Un representante de la vieja élite vallenata, Rodrigo Tovar Pupo, decidió crear el Bloque Norte de los paramilitares, desatando una oleada de asesinatos selectivos, masacres, desplazamiento de campesinos, despojo de fincas y tierras de más de 7000 familias en zona rural de Pueblo Bello, El Copey, Codazzi, Valledupar, Becerril, La Jagua de Ibirico, San Diego, Pailitas, Curumaní, San Alberto, Bosconia y Astrea, entre 1998 y 2005.


Hacia mediados del 2000, el paramilitarismo en el Cesar se desplegó rápidamente, copando los espacios políticos, económicos y sociales del departamento.


Llegó ‘39’

El corregimiento de La Mesa está ubicado a treinta minutos, por carretera, de Valledupar, la capital del Cesar, y a diez kilómetros del cuartel general del batallón La Popa del Ejército. Ese año, el caserío estaba habitado por 1200 habitantes, algunos de los cuales eran propietarios de fincas, otros trabajaban como jornaleros en las parcelas y otros se dedicaban a la ganadería. La economía familiar dependía −como hoy en día− del autoabastecimiento proporcionado por la yuca, el plátano, el maíz, el frijol y los frutales, así como el cuidado de aves y porcinos. Todo esto llevó a La Mesa a ser reconocida como la “despensa de Valledupar”.


A las nueve de la mañana del 23 de septiembre, varios hombres armados llegaron hasta la casa del corregidor, Manuel Francisco Molina Álvarez. Su esposa, quien abrió la puerta, se llevó tremendo susto al ver que hombres encapuchados preguntaban por él para informarle que avisara a los habitantes sobre una reunión a las tres de la tarde en la cancha de fútbol, ubicada a la entrada del pueblo. Molina Álvarez no estaba en casa, había salido a realizar una diligencia a Valledupar, por lo que su mujer se comunicó con él por teléfono celular para avisarle de la reunión. De inmediato, el corregidor se comunicó con los líderes de las nueve veredas para avisarles que debía verlos a las tres de la tarde en la cancha de fútbol. Un mal presentimiento invadió su estado de ánimo.


A las dos de la tarde, la gente empezó a llegar en medio de un sofocante calor de 38 grados a la sombra. En el sitio, unos cuarenta hombres armados vigilaban la llegada de los pobladores, mientras las mujeres portaban en sus manos paraguas de colores para librarse de los rayos del sofocante sol. Cuarenta y cinco minutos después llegaron cuatro camionetas con vidrios polarizados y se parquearon a un lado de uno de los arcos de la cancha de fútbol. De una de ellas se bajó el que parecía ser el comandante, escoltado por diez hombres fuertemente armados. El hombre, con sombrero de pava y el rostro cubierto por una pañoleta negra, subió a una pequeña tarima ubicada frente a los nueve líderes veredales, el corregidor y los habitantes que lo esperaban.


El jefe del grupo armado se mostró desafiante. A su lado estaba John Jairo Hernández Sánchez, alias Centella, su conductor, y John Jairo Esquivel Cuadrado, alias el Tigrequien parecía ser su segundo al mando. Luego, tomó la palabra y se dirigió a los pobladores para decirles: “Las autodefensas llegamos a La Mesa para limpiarla de guerrilla" (Farc y ELN). El que quiera seguirnos no va a tener problemas, pero el que no se alineé debe atenerse a las consecuencias”.


En seguida se bajó de la tarima, caminó y se dirigió hasta donde estaban los líderes comunitarios y los increpó: “Yo soy de aquí, soy de la región. Los conozco a todos ustedes y sé quién está con quién. Ahora las cosas van a ser de otro modo, venimos a quedarnos por tiempo indefinido”.


Al otro día, domingo 24 de septiembre, el jefe paramilitar ordenó de nuevo una reunión con los habitantes en un salón del colegio de bachillerato Virgen del Carmen.


De espaldas al tablero y en tono desafiante ordenó entregarles la cartilla de educación cívica, con el horario que regiría para las actividades que se llevarían de ahí en adelante en el pueblo: “La deben leer todos. Allí está lo que deben hacer para que no tengan problemas con nosotros. Todos los días deben salir a las siete de la mañana a las fincas y parcelas a trabajar y regresar al pueblo a las tres de la tarde, para que cumplan con trabajos comunitarios, de limpieza, arreglar los frentes de la casa que están dañados, desyerbar andenes, limpiar caminos. No quiero vagos aquí, el que roba es porque está desempleado, entonces vamos a trabajar todos”.


A partir de ese día quedó prohibido circular por las calles después de las seis de la tarde hasta las seis de la mañana y a las ocho de la noche las luces de las viviendas debían estar apagadas. El jefe les dijo que lo podían llamar comandante ‘39’ y reiteró que “Quien tenga vínculos con las Farc y el ELN debe confesarlo para no tener problemas y si no lo hacen, nosotros lo averiguaremos y sus familias sufrirían las consecuencias. Tengo una lista del tamaño de una hoja de periódico con nombres de sapos de la guerrilla. Así que deben hablar”.


 Luego ordenó que las mujeres arreglaran el pueblo, “barriendo y limpiando las calles”, y a los hombres que organizaran el frente de las casas, “pintando las puertas con los colores de la bandera de Colombia, lo mismo que los postes de alumbrado público, árboles y piedras”.


Pronto los habitantes de La Mesa se enteraron quién era el comandante del frente paramilitar que ocultaba su identidad detrás de la pañoleta negra. Era David Hernández Rojas, un mayor del Ejército, prófugo de la Justicia, que sirvió en el batallón La Popa de Valledupar como comandante del Batallón de Granaderos, combatiendo a las milicias de las Farc. Hernández había crecido en las calles y campos de La Mesa, cuando guerrilleros del ELN se paseaban por las veredas de la zona.


Varios de los habitantes de La Mesa recuerdan que, a finales de la década del setenta, su padre compró una finca en la vereda La Sierra donde crecieron David y sus dos hermanos, Orlando y Levi, quienes iban a estudiar a la escuela La Montaña con los hijos de otras familias campesinas de la zona.


“Yo lo reconocí desde el primer momento −dijo el corregidor−, aunque tenía cubierto su rostro. Su voz me era familiar y me acordé de él: era Davicito, el segundo hijo de los Hernández, que estudió en La Montaña con mi hijo mayor. Ellos crecieron viendo a los ‘elenos’ llegar a la finca de los Hernández Rojas y exigir el pago de la vacuna, en dinero o en ganado”.


La Mesa fue el punto de avanzada del control del norte del Cesar por parte de alias Jorge 40, quien ordenó a ‘39’ tomarse a sangre y fuego esa región para arrebatársela al ELN y frenar las pretensiones de las Farc, y así mantener la presencia del Bloque Caribe, que comandaba Ricardo Palmera, alias Simón Trinidad, un viejo amigo de Jorge 40.


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En la reunión en el colegio ‘39’ dividió a los habitantes en dos grupos: los sospechosos y los infractores. “Los sospechosos son los que tienen vínculos con la guerrilla, los que le trabajan como informantes, guías y les venden alimentos. Los infractores son los borrachos, los ladrones, los infieles −sean hombres o mujeres−, los drogadictos, los mujeriegos. Para todos hay castigo si no se alinean y cumplen con las disposiciones que están en la cartilla de educación y comportamiento que deben leer todos”.


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Luego, caminando por entre los pupitres ocupados por los pobladores advirtió:

“Cuídense, yo los conozco a todos, sé quién es quién, no se busquen problemas, arreglen sus cuentas con nosotros, porque de aquí no nos vamos a ir hasta que esto no esté limpio completamente”.


Una semana después, el jefe del frente Mártires del Valle de Upar instaló su centro de operaciones en la finca El Mamón, cedida por un ganadero de Valledupar, a cuarenta minutos de La Mesa. Hasta allí hacía subir a agricultores, comerciantes, tenderos, campesinos y transportadores para exigirles una cuota económica para que financiaran “la causa” y sostener la maquinaria de guerra que se instaló por siete años en el corregimiento. 


 En la entrada del pueblo, los paramilitares instalaron un retén frente a una piedra grande y allí hacían bajar a todos los ocupantes de los vehículos que salían o entraban a La Mesa, les pedían la cédula y comparaban sus nombres con una lista de sospechosos. Luego los separaban del grupo y ordenaban a los conductores continuar la marcha.


A los que figuraban en la lista los ubicaban en la piedra y los interrogaban, ordenándoles confesar sus nexos con la guerrilla y decir si en el pueblo había colaboradores. El18 de diciembre de 1999, llegó al pueblo Salvatore Mancuso, comandante de las AUC, y visitó la piedra a la que llamó “la piedra de los milagros”, porque aquellos que allí sentaban “confesaban la verdad”.


Después, los sospechosos eran amarrados y subidos a una camioneta de color verde que los habitantes denominaron “La última lágrima” porque no volvían a verlos con vida. A otros se los llevaban a la montaña y los asesinaban.


El ritual se cumplía a distintas horas del día a la vista de sus familiares, vecinos y amigos, quienes no podían hacer nada, no importaba si había mujeres, niños, ancianos, era el ritual del terror. Los sobrevivientes a los interrogatorios llamaron a la piedra, “La piedra de los lamentos”.


Los infractores, en cambio, eran conducidos hasta la cancha de fútbol para ser amarrados a los arcos y dejados semidesnudos a la intemperie. Las víctimas estaban expuestas a toda clase de inclemencias y necesidades, a las burlas de los victimarios, a la vergüenza de sus amigos y vecinos, al sufrimiento de sus familiares. 


Era el castigo por “violar las normas contempladas en el manual de educación cívica”.


El asesinato de pobladores ‘sospechosos’ de ser guerrilleros o aliados del ELN empezó el 11 de diciembre de 1999 a las cinco de la madrugada. Ese día, quince paramilitares al mando de John Jair Esquivel Cuadrado, alias el Tigre, sacaron a seis personas de sus viviendas, señaladas de ser colaboradoras de la guerrilla, por una mujer encapuchada.


En medio de maltratos e improperios, las amarraron y las pasearon por las calles hasta conducirlas a la entrada del corregimiento. El Tigre6 acusó a las víctimas de ser ‘sapos’, los obligó a acostarse boca abajo para ser ajusticiados. Luego ordenó dispararles en la cabeza y arrojar los cadáveres muy cerca a la cancha de fútbol, en medio de los gritos angustiados de sus familiares.


Los cuerpos baleados permanecieron cuatro horas en medio de charcos de sangre, sin que sus familiares pudieran hacer nada. Un vecino de una de las víctimas llegó al sitio con un camión y se ofreció a trasladar los cadáveres hasta Valledupar. Envueltos en sábanas, fueron ubicados en la parte trasera del vehículo, en medio de gritos de protesta por la masacre. Hacia el mediodía, unas doscientas personas, con maletas, enseres y animales, decidieron abandonar sus casas y fincas para desplazarse a pie o a caballo hacia Valledupar, protagonizando el primer desplazamiento campesino de La Mesa hacia la capital del Cesar, lo que provocó reacciones entre las autoridades locales y el gobernador Lucas Gnecco Cerchar.


LA MADRUGADA TRÁGICA


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El día de la masacre, ocho hombres pertenecientes al Bloque Norte de las AUC, al mando de Jhon Jairo Esquivel, alias ‘El Tigre’, dijeron que iban a realizar una limpieza en el pueblo en contra de colaboradores de la guerrilla de las Farc, dejando miedo e incertidumbre.


Ese 11 de diciembre era de madrugada cuando los ocho paramilitares llegaron a varias viviendas y sacaron a seis personas que fueron amarradas y acribilladas en la vía principal. Las víctimas fueron identificadas como Nelson Rafael Acosta, César Elías Ropaín Jiménez, Nelson Rafael Acosta Carval, Alexander Mora Quesada, Roque Manuel Rubio y José María Arias Martínez.


“Chema era un ‘santo’, lo mataron por tener el apellido Arias. Era un hombre evangélico que tenía una tienda en el barrio Garupal y uno de sus hermanos había comprado una parcela y él se estaba haciendo cargo de ella. Esa noche se fue a dormir en La Mesa y cuando le piden la cédula y ven que es Arias lo mataron”, dijo Iván Hinojoza, quien era primo de José María Arias Martínez.


Por esta masacre fue condenado por el Juzgado Penal del Circuito Especializado de Valledupar, alias ‘El Tigre’, quien durante su paso por las AUC comandó el frente ‘Juan Andrés Álvarez’, que operó en la zona minera del departamento del Cesar y responsable también de la masacre de Santa Cecilia en Astrea.

Fuente: El Pilón

José Gregorio Pérez V., 'Sociedades en conflicto y construcciones de paz'.  

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